miércoles, 21 de enero de 2009

IDENTIDAD, NACIONALISMO Y LATINOAMERICANISMO

Francisco Morales
2008-06-23



1. INTRODUCCIÓN

La idea de que es necesario, incluso imperativo, conocer y construir una “filosofía latinoamericana” parecería de sentido común. “¿Cómo es posible que leamos a los europeos y no a los nuestros?” es una pregunta cuya sensatez pocos dejarían de calificar como evidente en sí misma. Tendemos a olvidar, no obstante, que el sentido común y lo inmediatamente “evidente” no necesariamente son correctos.

Preguntémonos, en primer lugar, ¿qué es filosofía latinoamericana? Dejando de lado el simple origen geográfico, el término puede entenderse en al menos dos sentidos:

1) Por filosofía latinoamericana podemos referirnos a una posible escuela o una corriente de pensamiento con ciertas características propias de autores nacidos en esta zona del planeta en determinado momento histórico. Se trataría de algo análogo a lo que a veces algunos llaman “filosofía alemana” o “filosofía anglosajona”, para tratar de clasificar estilos de filosofía, aunque vale aclarar que tales calificativos geográficos nunca están exentos de dificultades.

Exista o no semejante “escuela latinoamericana”, el requisito sería que sus estudios trataran sobre problemas filosóficos válidos para todo lugar, en plano de igualdad con el resto de autores. Semejante “escuela” debería participar de una comunidad mundial de pensadores, en la que se debatieran temas de interés universal.

2) Filosofía latinoamericana como sinónimo de “latinoamericanista”. Aquí se trata de la preocupación por la identidad latinoamericana. Este es un tema legítimo de la filosofía, pero podríamos considerarlo más bien de “filosofía aplicada”. La pregunta acerca de la identidad latinoamericana claramente no es de interés universal; aunque el problema de la identidad, en abstracto, sí podría serlo.

El presente ensayo pretende justamente esto último. Realizaremos un análisis sobre el fenómeno de la identidad, con la intención de iluminar en términos teóricos la pregunta sobre la identidad latinoamericana. En primer lugar, haremos una crítica a la aproximación ontológica, que consideramos se encuentra extraviada en una confusión conceptual. Veremos que la identidad no puede entenderse adecuadamente si no nos ayudamos de análisis tanto psicológicos como sociológicos (es lo que elaboraremos en los puntos 3 y 4). Finalmente presentaremos una breve reflexión sobre los problemas éticos que nos plantea el fenómeno de la identidad y específicamente el latinoamericanismo (punto 5).

2. ¿CÓMO ENTENDER LA IDENTIDAD?

La pregunta “¿quiénes somos?” o “¿qué significa ser latinoamericano?” es muy susceptible de jugarnos malas pasadas lingüísticas. El verbo ser nos tienta demasiado a formular respuestas en términos ontológicos, y esto nos puede acercar peligrosamente a una concepción metafísica y esencialista respecto de la identidad latinoamericana.

Una de las propuestas mejor elaboradas sobre este tema, la de Arturo Roig en su Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, toma como punto de partida justamente la pregunta sobre el “nosotros latinoamericano”. De acuerdo con la perspectiva hegeliana que maneja Roig, el “nosotros” tiene que ver con la conciencia de un “sujeto histórico” al que se le plantea ‑­
la necesidad de “querernos a nosotros mismos como valiosos” y “tener como valioso el conocernos a nosotros mismos”. A esto Roig lo llama el “a priori histórico”[1].

La postura de Roig tiene la ventaja de que se aproxima al “nosotros latinoamericano” como un proceso de construcción histórica: “ese ‘nosotros’ hace referencia a un sujeto que si bien posee continuidad histórica, no siempre se ha identificado de igual manera”[2]; con lo cual evita caer en posturas esencialistas. Sin embargo, puesto que desde esta perspectiva resulta que siempre somos latinoamericanos, y que, no obstante, la definición es cambiante y se construye desde perspectivas históricas muy diferentes, entonces no queda realmente claro qué somos y qué no somos.

Hay, pues, más confusión que claridad. Esto nos lleva a preguntarnos si realmente la dialéctica hegeliana nos resulta útil para entender el “nosotros”, o si, más bien, en lugar de esclarecer el problema, lo estamos complicando innecesariamente.

Quizás la pregunta no está bien planteada, o no tenemos muy claro exactamente qué es lo que estamos preguntando. ¿A qué nos referimos cuando nos interrogamos por nuestra identidad?

El primer paso para elucidar esta cuestión consiste en reconocer que cuando preguntamos sobre la identidad latinoamericana, o cualquier otra semejante, no estamos preguntando sobre el sentido lógico de identidad. Ernst Tugendhat nos advierte que el término identidad tiene dos usos diferentes. El primero se refiere a la identidad de un individuo en términos lógicos, por ejemplo, cuando decimos “que la cucaracha que está ahora en esta esquina del cuarto es la misma, que es idéntica con la cucaracha que hace un rato había estado en aquella otra esquina”[3]. Se trata del viejo enigma que se suele formular en los siguientes términos: “¿cómo es posible que, a pesar de que he cambiado, siga siendo yo mismo?”.

Respecto a esta pregunta, Tugendhat considera que el problema se basa en una confusión entre los conceptos de no-identidad y cambio, pues el cambio no significa que una cosa deba morir y dejar de ser ella misma:

Casi todos los que se ven confrontados por primera vez con el concepto de identidad individual creen descubrir un problema que les parece profundo y paradójico […]. También a muchos filósofos importantes esto les parecía una paradoja fatal (o quizás no fatal sino feliz, porque así ponen de manifiesto que el mundo es paradójico), empezando por Heráclito cuando afirmaba: ¿cómo se puede decir que me baño dos veces en el mismo río si las aguas son cada vez diferentes? Nos enfrentamos aquí con otra confusión: entre no-identidad y cambio. El hecho de que algo cambie no significa que algo termine y algo otro empiece; nuestros criterios para cambios son diferentes de los criterios para nacer y morir; en el cambio, una y la misma cosa tiene características diferentes en momentos diferentes. En esto no hay ninguna paradoja. Y tampoco la hay en que seres complejos como ríos, cucarachas y personas formadas por partes puedan seguir siendo las mismas cuando sus partes cambien. Nos podemos bañar en el mismo río a pesar de que las aguas sean otras porque los criterios para la mismidad de un río son diferentes de los criterios para la mismidad de una gota.[4]

En realidad, no es este sentido de identidad al que nos referimos cuando nos preguntamos sobre la identidad latinoamericana. La pregunta se refiere al segundo uso del término: la identidad psicológica. A ésta Tugendhat llama “identidad cualitativa”, distinta a la “identidad individual” a la que nos referimos antes. Y la diferencia entre ambas es crucial:

Cuando cada uno de nosotros se pregunta “´¿qué es mi identidad?”, no se refiere a su identidad individual, porque esta es obvia y ya está definida: yo soy E.T., que nació en aquella ciudad de Checoslovaquia y que ha recorrido todo este camino biográfico ‑­
individual. Esto es un hecho, pero mi identidad cualitativa no es un hecho o, por lo menos, no totalmente...[5]

Así, nos dice Tugendhat, la pregunta por la identidad se refiere en realidad no tanto a “¿quién soy?”, sino más bien a “¿quién quiero ser?”. Acertadamente, Tugendhat afirma que la mezcla entre estos dos conceptos de identidad “ha confundido casi toda la literatura sobre el concepto de identidad personal”[6]. De esta confusión surge precisamente el intento de resolver el “problema de la identidad” a partir de la necesidad de “reconocer” lo que somos, o de afirmarnos como seres “para sí”, según la jerga hegeliana. Esto es simple confusión lingüística.

Para el caso de la identidad latinoamericana, deberíamos diferenciar entre el hecho histórico latinoamericano (“¿qué es lo latinoamericano?”) y el fenómeno de la identidad latinoamericana (“¿por qué quiero ser latinoamericano?”). El primero es una cuestión que puede abordarse con pretensión de objetividad: una vez definida de manera conceptual la delimitación geográfica e histórica de lo que consideramos “latinoamericano”, podemos describir los procesos propios de esta zona, así como las diferencias que existen al interior; incluso podríamos elaborar características propias de una “cultura latinoamericana” (que esto último exista en la realidad o no —opinamos que no— ya es otro asunto). El fenómeno de la identidad se refiere a algo muy distinto: es un proceso psicológico que consiste en el deseo de considerarse parte de un colectivo al que llamamos “latinoamericano”, y ese deseo requiere que esa pertenencia se considere valiosa.

Ambas cuestiones, tanto la lógica como la psicológica, son perfectamente legítimas; el problema es confundir discursos con pretensión de objetividad con discursos valorativos detrás de los cuales se encuentran deseos psicológicos. La pregunta “¿qué es lo latinoamericano?” es muy distinta a la pregunta “¿por qué es bueno considerarse latinoamericano?”

Nuestra tesis es, pues, que la filosofía latinoamericanista está motivada por un proceso psicológico de fondo, al que llamamos identidad. Esta filosofía no puede dejar de interesarse en comprender este fenómeno en términos propiamente psicológicos. Este es el verdadero “a priori antropológico” de todo discurso sobre el “nosotros” latinoamericano.

3. EL ORIGEN PSICOLÓGICO DE LA IDENTIDAD
Los primeros intentos sistemáticos de estudiar la identidad como fenómeno psicológico se encuentran en los trabajos de Erik Erikson. A pesar de que Erikson no siempre es del todo claro en sus definiciones, encontramos en sus propuestas algunos elementos importantes para la definición del concepto de identidad y para la comprensión del fenómeno.

La identidad como tal no ha sido abordada por la teoría freudiana. No obstante, Erikson toma como punto de partida un discurso de Freud en el que habla de su identificación con el pueblo judío. En este discurso, Freud expresa que, a pesar de no ser religioso y de tratar de suprimir el entusiasmo nacional por considerarlo perjudicial y erróneo, existen en él “muchas oscuras fuerzas emocionales que eran tanto más poderosas cuanto menos se las podía expresar con palabras, así como también la clara conciencia de una identidad interior, la privacidad de una construcción mental común que proporcionaba seguridad”[7]. Freud también menciona que esta identidad está acompañada de cierto sentimiento de orgullo por pertenecer a la comunidad judía:
… existía una percepción de que sólo a mi naturaleza judía le debía las dos características que se me hicieron indispensables en el difícil camino de mi vida. Porque era judío me encontré libre de muchos prejuicios que restringían a otros en cuanto al uso de su ‑­ intelecto, y como judío estaba preparado para unirme a la oposición y para prescindir de cualquier acuerdo con la “mayoría compacta”.[8]

Erikson detecta en Freud una contraposición de la identidad positiva de los judíos (la libertad de pensamiento) con un rasgo negativo de los pueblos entre los cuales viven los judíos (los prejuicios que restringen el uso del intelecto). En consecuencia, nos dice Erikson: uno empieza a comprender que la identidad de una persona o de un grupo puede ser relativa y definirse por contraste con la de otra persona o grupo, y que el orgullo de lograr una identidad firme puede significar una emancipación interior con respecto a una identidad grupal dominante…[9]

A partir del texto de Freud y del análisis de Erikson podemos detectar dos elementos clave de la identidad:

1) Se trata de un fenómeno emocional, expresable en palabras más míticas que conceptuales (las “oscuras fuerzas emocionales”).
3) La identidad se construye en términos relativos, es decir, se define por contraste con la identidad de otra persona o grupo.
Respecto a esta última característica, más adelante Erikson describe la identidad a partir de los siguientes rasgos:
a) La formación de identidad es un proceso en el que el individuo se juzga a sí mismo a la luz de lo que percibe como la manera en que los otros lo juzgan a él comparándolo con ellos y en los términos de una tipología significativa para estos últimos.
b) Al mismo tiempo, el individuo juzga la manera en que es juzgado, a la luz del modo en que se percibe en comparación con otros y en relación con tipos que han llegado a ser importantes para él.[10]

En resumen, podemos decir que la identidad es un proceso de origen emocional que impulsa al individuo a juzgarse a sí mismo a partir del juicio que otros hacen de él. Dado que la identidad tiene un fundamento emocional, se trata, en principio, de un fenómeno individual; sin embargo, la identidad individual siempre se define por la relación con los otros y por el juicio que éstos realizan acerca del individuo en cuestión. La identidad siempre es un fenómeno psico-social.

Ahora bien, Erikson también llegó a la conclusión de que la identidad individual dependía de la adecuada integración en un grupo y, por lo tanto, del sentimiento de pertenencia a un grupo. Esto significa que el juicio que las personas realizan al grupo como un todo también definirá el juicio que el individuo se hace de sí mismo.

Esta compleja dinámica entre identidad individual e identidad de grupo ha sido estudiada por el psicólogo social Henri Tajfel. De acuerdo con Tajfel, la pertenencia a un grupo social tiene tres componentes:

Componente cognitivo, en el sentido del conocimiento de que uno pertenece a un grupo; un componente evaluativo, en el sentido de que la noción de grupo y/o de la pertenencia de uno a él puede tener una connotación valorativa positiva o negativa; y componente emocional, en el sentido de que los aspectos cognitivo y evaluativo del grupo y de la propia pertenencia a él pueden ir acompañados de emociones (tales como amor y odio, agrado o desagrado) hacia el propio grupo o hacia grupos que mantienen ciertas relaciones con él.[11]

Solo cuando el grupo social incluye el componente evaluativo y el emocional se vuelven significativas para el individuo, en términos de identidad, las comparaciones entre “nosotros” y “ellos”, o lo que Tajfel denomina “endogrupo” y “exogrupo”. La identidad social es, justamente, consecuencia de la introducción de elementos de valor en las categorizaciones ‑­ sociales; de allí la definición de Tajfel: “entenderemos por identidad social aquella parte del autoconcepto de un individuo que deriva del conocimiento de pertenencia a un grupo (o grupos) social junto con el significado valorativo y emocional asociado a dicha pertenencia”[12].

La importancia de este análisis es inmensa. Nos ayuda a comprender que identidad no es exactamente igual a clasificación objetiva. Podemos pertenecer a determinado grupo social de manera neutral, por ejemplo, mi pertenencia al grupo de personas con miopía no tiene mayor relevancia, pero cuando me defino, por ejemplo, como judío, la cosa cambia. La diferencia se encuentra precisamente en el componente evaluativo y emocional presente en la segunda definición.

Esto nos permite comprender por qué la identidad suele funcionar por medio de estereotipos que definen al endogrupo en términos de valoración positiva y al exogrupo en términos de valoración negativa. De acuerdo con Tajfel, los estereotipos poseen un aspecto cognitivo, puesto que implican generalizaciones, y, en ese sentido, forman parte del proceso cognoscitivo general de la categorización. Pero los estereotipos no son simples categorías; además de la función cognitiva, cumplen con otras tres funciones: 1) ayudan a los individuos a defender o preservar su sistema de valores; 2) contribuyen a la creación y mantenimiento de ideologías de grupo que explican y justifican una diversidad de acciones sociales; 3) ayudan a conservar y crear diferenciaciones positivamente valoradas de un grupo respecto de otros grupos[13].

En conclusión, las categorías de identidad no pueden abordarse como si fueran categorías sin más. Cuando nos preguntamos acerca de nuestra “pertenencia” a determinado grupo debemos tener claro si estamos tratando con una categoría neutral o si se trata de clasificaciones dotadas de valor. La identidad siempre hace referencia a las segundas.[14]

4. EL LATINOAMERICANISMO COMO NACIONALISMO

La anterior exposición psicológica, si bien muy simplificada y limitada, nos ofrece ciertos elementos de base para comprender lo que se encuentra detrás de la pregunta sobre el “nosotros latinoamericano”. Debería quedar claro que lo “latinoamericano” en este sentido no es una simple clasificación sino una categoría de identidad, lo cual implica carga valorativa y emocional. Sin embargo, para comprender adecuadamente al latinoamericanismo debemos penetrar un poco más en sus detalles. Dado que se trata de una identidad política, debemos discutir la cuestión del nacionalismo.

En primer lugar, señalemos que la identidad latinoamericana, si bien funciona básicamente en los términos psicológicos que señalamos antes, forma parte de una versión peculiar de sentimiento de pertenencia: la “comunidad imaginada”. Benedict Anderson acuñó este término para describir a la nación: se trata de una comunidad en el sentido de que se concibe ‑­ como una relación horizontal, de “compañerismo”; pero es imaginada “porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión”[15]. Esta característica diferencia a la nación de otros grupos de identidad que constituyen comunidades cara a cara, por ejemplo, la familia.

Ahora bien, aún no tenemos claro qué entendemos por identidad nacional. Al respecto, es necesario advertir que el concepto de “nación” es uno de los más ambiguos del lenguaje político y de ninguna manera debería tomarse a la ligera. La definición de este concepto es un tema sumamente complejo y polémico dentro de la teoría política.

Max Weber, en uno de los intentos más tempranos por definir el término con rigurosidad, llamaba la atención sobre lo problemático que resulta encontrar los fundamentos de lo nacional. En muchos casos la nacionalidad pretende identificarse con una “comunidad lingüística”, tanto así, nos dice Weber, que “de hecho se consideran hoy conceptualmente idénticos el ‘estado nacional’ y el ‘estado’ montado sobre la base de unidad de lenguaje”[16]. Pero esta identificación de lo nacional con lo lingüístico, tan común en los movimientos nacionalistas europeos a partir de las últimas décadas del siglo XIX, no está exenta de dificultades. Weber pone, entre muchos otros, el ejemplo de los alsacianos de lengua alemana, que no ven problema en sentirse parte de la nación francesa.

En realidad, las bases del “sentimiento nacional” son múltiples y variadas, y no existe un solo elemento cultural, o de ningún otro tipo, que podamos tomar como base definitiva del concepto de nación: “… los sentimientos colectivos que se designan con el nombre genérico de ‘nacionales’ no son unívocos, sino que pueden ser nutridos por diferentes fuentes: […] los recuerdos políticos comunes, la confesión religiosa, la comunidad de lenguaje y también el habitus condicionado racialmente, pueden actuar como fuentes”[17].

Ahora bien, lo que tiene en común todo concepto de nación, sin importar cuáles sean sus bases, es su orientación hacia un proyecto político. A partir de aquí Weber elabora su definición:
Siempre el concepto de “nación” nos refiere al “poder” político y lo “nacional” —si en general es algo unitario— es un tipo especial de pathos que, en un grupo humano unido por una comunidad de lenguaje, de religión, de costumbres o de destino, se vincula a la idea de una organización política propia, ya existente o a la que aspira, y cuanto más se carga el acento sobre la idea de “poder”, tanto más específico resulta ese sentimiento patético.[18]

De acuerdo con estos conceptos, preguntémonos: ¿es el latinoamericanismo un nacionalismo?
Nikolaus Werz, en su Pensamiento sociopolítico moderno en América Latina, describe las diferentes corrientes de pensamiento (culturalistas, anti-imperialistas, populistas, etc.) que han tratado de definir lo específicamente latinoamericano. A pesar de la variedad de respuestas ofrecidas por las corrientes descritas por Werz, es posible observar una constante en todas ellas: la búsqueda de contraste con la nación norteamericana[19]. En efecto, la comunidad imaginada de los “latinoamericanos” se define, en principio, por oposición a la comunidad imaginada “americana” (a secas), que constituye el exogrupo. Este exogrupo, sin importar cuál sea su contenido, será caracterizado a partir de determinado estereotipo (con valoración negativa), y, en contraste con él, se definirá también el estereotipo del endogrupo latinoamericano (por supuesto, con valoración positiva).

Recordemos que la palabra “América Latina” surge en las últimas décadas del siglo XIX como un intento de diferenciar culturalmente a esta zona geográfica en contraste con la zona anglosajona, y que su difusión se debió a la creciente penetración política de Estados Unidos en varios países del Sur, especialmente México y Centroamérica. Así pues, el aparecimiento, en la segunda mitad del siglo XIX, de un Estado americano que, a diferencia de todos los demás del continente, empezaba a constituirse como una potencia geopolítica con ambiciones imperiales, motivó a muchos intelectuales y políticos americanos no-estadounidenses a cuestionar el panamericanismo y construir una identidad distinta. Dado que cualquier identidad se entiende siempre por oposición a otro, Latinoamérica no puede entenderse si no es en oposición a Estados Unidos.

Tenemos, como consecuencia, intentos de diferenciación como el del Ariel de Rodó, en donde se critica el utilitarismo anglosajón y se rescatan las virtudes clásicas de los latinos (ojo con los estereotipos). Aunque con contenidos muy distintos, el fenómeno de identidad es el mismo en todos los pensadores y políticos interesados en destacar la unidad de lo latinoamericano por oposición al otro: Vasconcelos (con su defensa de la herencia española), Martí, Haya de la Torre, etc.[20]

Deberíamos prestar atención a la similitud que este fenómeno tiene con ciertos movimientos intelectuales y políticos europeos. El romanticismo alemán, y el eventual nacionalismo alemán, fue producto del dominio político y cultural que los franceses ejercían en la Europa continental en los siglos XVIII y primeras décadas del XIX. Varios intelectuales alemanes denunciaron el “afrancesamiento” de sus países y trataron de rescatar las peculiaridades “nacionales” en términos de contra-ilustración: “Contrapusieron su propia y profunda vida espiritual, la poesía del alma de la nación, la sencillez y nobleza de su carácter, frente a la vacuidad y la despiadada sofisticación de los franceses”[21].

Como comenta Isaiah Berlin, la reacción alemana, especialmente después de la invasión de Napoleón, se convirtió en el ejemplar original de la reacción de muchas sociedades atrasadas, explotadas o, en cualquier caso, tratadas con condescendencia, y que, resentidas por la aparente inferioridad de su propio estatus, reaccionaron recurriendo a los triunfos y glorias reales o imaginarias de su pasado, o bien a los atributos envidiables de su propio carácter nacional o cultural.[22]

El modelo del romanticismo alemán fue adoptado también por los rusos. Después de vivir su época de intenso “afrancesamiento” y, en general, “occidentalización” impulsada a partir de Pedro el Grande, la reacción romántica y nacionalista se experimentó con fuerza en la Rusia de las últimas décadas del siglo XIX. Los intelectuales llamados “eslavófilos” impulsaron un movimiento de rescate de las virtudes espirituales del “pueblo” ruso en oposición a la decadencia racionalista de “Occidente”. Por ejemplo:

En su Nuevo principio en filosofía, Iván Kireyevski trazó claras distinciones entre la mentalidad occidental y la mentalidad del resto del mundo, siendo Rusia, por supuesto, el paradigma de la mentalidad no occidental […]. Identificaba la mentalidad occidental con lo abstracto, con el razonamiento fragmentado, desgajado de la totalidad del mundo. La mentalidad rusa, orgánica, está en cambio guiada por la fe, y es capaz de aprender la totalidad de las cosas.[23]

No hay que pensar que el nacionalismo tiene necesariamente esta perspectiva romántica; no obstante, vale destacar que no pocas veces en la historia moderna, sociedades que se consideran en desventaja económica, política y científica han intentado valorarse (tanto desde dentro como desde fuera) a partir de la construcción de un estereotipo de culturas artísticas, espirituales e incluso míticas. Aparte de los casos alemán y ruso del siglo XIX, es muestra de esto el orientalismo (por ejemplo, la “India espiritual”) y ciertas versiones de latinoamericanismo (por ejemplo, la “América Latina mágica”).

Pero aún no hemos respondido nuestra pregunta: ¿es el latinoamericanismo un nacionalismo? Notemos que existe una importante diferencia con los casos alemán y ruso que hemos mencionado: en ambos el movimiento intelectual está estrechamente vinculado a un proyecto político estatal. En el caso ruso, el Estado preexistente llevó a cabo un proceso de “rusificación” interna, que fue combinado, en la política exterior, con el paneslavismo, que buscaba legitimar la influencia imperial rusa en la Europa Oriental. Y en el otro caso, si bien el Estado alemán es una construcción tardía, el nacionalismo estaba vinculado con el proyecto prusiano, cuya élite lideró la unificación germana. En cambio, no existe ningún “Estado latinoamericano” comparable. En este sentido, podríamos pensar que el latinoamericanismo, a diferencia del germanismo y el eslavismo, no ha llegado a traducirse en un proyecto político de “Estado-nación”.

Sin embargo, en la medida en que el pensamiento latinoamericanista mantenga un proyecto político, al menos en términos teóricos, no hay razón para no considerarlo nacionalismo. Además, este proyecto político no tiene que ser necesariamente un “Estado”, puede tratarse de un “cuasi-Estado”[24] que implique alguna forma de integración política regional. Un asunto muy diferente es hasta qué punto este tipo de proyectos son compatibles con las circunstancias históricas y van más allá de un mero discurso de intelectuales, hasta qué punto resultan políticamente viables, y hasta qué punto pueden estar en sintonía con sentimientos populares.

Hay que tomar en cuenta que, a diferencia de lo que suele creer todo discurso nacionalista, la “nación” no es necesariamente un “destino”, no en términos objetivos. Ernest Gellner ha sido uno de los teóricos más elocuentes al advertirnos que, si bien el nacionalismo es una realidad política que debe tomarse en serio, no quiere decir que la ideología nacionalista deba asumirse como un diagnóstico correcto de la realidad social:

La visión de las naciones como una forma natural, dada por Dios, de clasificar a los hombres, como un destino político inherente aunque largamente aplazado, es un mito; para bien o para mal, el nacionalismo, ese nacionalismo que en ocasiones toma culturas preexistentes y las convierte en naciones, que en otras las inventa, y que a menudo las elimina, es la realidad, y por lo general una realidad ineludible.[25]

Y también señala Gellner:
El nacionalismo —el principio que predica que la base de la vida política ha de estar en la existencia de unidades culturales homogéneas y que debe existir obligatoriamente unidad cultural entre gobernantes y gobernados— no es algo natural, no está en el corazón de los hombres y tampoco está inscrito en las condiciones previas de la vida social en general; tales aseveraciones son una falsedad que la doctrina nacionalista ha conseguido hacer pasar por evidencia.[26]

Todo discurso nacionalista considera a su propia concepción de nación como “destino”. Sin embargo, en la realidad, todo nacionalismo tiene que competir con otros nacionalismos, que reflejan diferentes proyectos políticos. De allí que el latinoamericanismo necesariamente encuentre obstáculos en las lealtades a los Estados existentes (piénsese, por ejemplo, en la ‑­
fortaleza de los nacionalismos mexicano, brasileño o argentino), o en nacionalismos locales (como el sentimiento de pertenencia a una ciudad o provincia). Es ideológico, en el sentido de falsa conciencia, pensar, como suelen hacerlo los latinoamericanistas, que la nación latinoamericana es la “verdadera”. Todo nacionalismo piensa lo mismo de su propia nación y siempre se ve obligado a pasar por encima de las heterogeneidades culturales que inevitablemente existen en la sociedad moderna.

Recordemos que todo fenómeno de identidad, por sus orígenes emocionales, se expresa en términos más bien mitológicos, y, en ese sentido, no nos dice mucho sobre la historia objetiva de una sociedad, aunque sí nos dice bastante sobre lo que queremos respecto de esa sociedad. Anthony Smith nos recuerda que el nacionalismo no puede entenderse como una búsqueda racional de ciertos fines colectivos, pues su fundamento es un vínculo psicológico similar a los lazos de parentesco. Remitiéndose a las ideas de Walker Connor, Smith explica que la convicción de unos lazos de parentesco comunes y el mito de una ascendencia étnica compartida no necesitan verse confirmados —ni lo suelen ser— por una ascendencia biológica real ni por nuestros conocimientos históricos: lo importante en el estudio del nacionalismo no es lo que es, sino lo que se siente que es.[27]

Por esta razón, Smith propone que el nacionalismo no tiene que ver realmente con la historia, sino con lo que él llama “etnohistoria”: a la etnohistoria no le interesa la investigación de cuestiones económicas y sociales en cuanto tales (con pretensión de objetividad), sino que busca construir un pasado que “aparece como una serie de lecciones morales originales y cuadros imaginativos que ilustran vivamente su identidad y singularidad, así como la importancia y la bondad esencial de la comunidad, con independencia de los fallos de sus miembros individuales”[28]. En este sentido, la etnohistoria se remite a una búsqueda de virtudes particulares, cuestiones de heroísmo y sacrificio, y, en el fondo, de sacralidad. De acuerdo con Smith, el nacionalismo es finalmente una “religión política”, en la que una comunidad con territorio busca diferenciarse por una “historia” y un “destino” propios.

5. REFLEXIÓN FINAL: IDENTIDAD Y ÉTICA INDIVIDUAL

No hay que pensar que todos los análisis anteriores pretenden oponerse a la pregunta sobre la identidad latinoamericana y negar toda validez a la cuestión. Esta pregunta es completamente legítima, pero sí es importante desmitificarla, colocarla en su justo lugar. Como hemos insistido desde diferentes puntos de vista, la cuestión del “nosotros” latinoamericano no es una pregunta sobre “¿quiénes somos?”, sino más bien sobre “¿quiénes queremos ser?”. Ahora bien, dado que la segunda pregunta, a diferencia de la primera, no puede recibir respuesta objetiva con pretensión de validez universal, existen ciertas precauciones éticas que el latinoamericanismo debería tomar en cuenta.

Los defensores de un discurso como el del latinoamericanismo, dado su carácter ideológico, pueden sentirse tentados a exigir que todos los implicados “descubran” su “verdadera identidad” y adopten su “destino” histórico. Pero, a partir de todo lo que hemos explicado, queda claro que no es posible hablar de una “verdadera identidad” ni tampoco de “destinos” históricos unívocos.
Desde el punto de vista psicológico, la construcción de identidad es una necesidad inevitable para todo individuo humano; sin embargo, esto no quiere decir que existan contenidos específicos de identidad que un individuo obligatoriamente deba adoptar. De manera similar, desde el punto de vista político, es probable que todo proyecto político se vea en la necesidad de adoptar algún mito nacionalista, pero, dado que los proyectos políticos son múltiples, los nacionalismos también lo son.

Amartya Sen, en su libro Identidad y violencia, nos insiste acerca de la necesidad de recordar que nuestras identidades son ineludiblemente diversas, y que es un error tratar de imponer una identidad singular como si fuera la más relevante. La importancia de determinada identidad para un individuo específico dependerá tanto del contexto social como de la capacidad de decidir acerca de cuáles son las identidades más relevantes en diferentes momentos de su vida[29]. Es verdad que nadie puede escoger cualquier identidad, sacada de la nada, de manera independiente a sus condiciones históricas, pero esto no quiere decir que para un grupo de individuos exista un solo e ineludible “nosotros”.

La identidad provee de sentido a la vida de las personas. Es una cuestión de cómo una persona quiere considerarse a sí misma; no puede, por lo tanto, plantearse como una cuestión moral, si entendemos la moral como aquello que se considera bueno para todos. En consecuencia, es ilícito que, en razón de un proyecto político específico, se pretenda exigir una identidad determinada a todos los individuos de una colectividad. El sentirse latinoamericano no es cuestión de “reconocimiento” de una verdad y destino ineludibles; cada individuo debe considerarse libre de sentirse o no latinoamericano, y de hacerlo por sus propios motivos y convicciones. Cualquier intento de absolutizar la identidad latinoamericana frente a otras identidades rivales es simple y llana invasión de la autonomía personal.


Bibliografía
Anderson, Benedict. Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, FCE, Buenos Aires, 1993
Baruma, Ian y Margalit, Avishai. Occidentalismo: breve historia del sentimiento antioccidental, Península, Barcelona, 2005
Castells, Manuel. La era de la información, Vol.2: El poder de la identidad, Alianza, Madrid, 1997
Erikson, Erik H. Identidad, juventud y crisis, Paidós, Buenos Aires, 1971
Gellner, Ernest. Naciones y nacionalismo, Alianza, Madrid, 1988
Roig, Arturo Andrés. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, FCE, México, 1981
Sen, Amartya. Identidad y violencia: la ilusión del destino, Katz, Buenos Aires, 2007
Smith, Anthony. Nacionalismo, Alianza, Madrid, 2004
Tajfel, Henri. Grupos humanos y categorías sociales, Herder, Barcelona, 1984
Tugendhat, Ernst. Problemas, Gedisa, Barcelona, 2001
Weber, Max. Economía y sociedad, FCE, México, 2004, p. 324
Werz, Nikolaus. Pensamiento sociopolítico moderno en América Latina, Nueva Sociedad, Caracas, 1995

[1] [1] Arturo Andrés Roig, Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, FCE, México, 1981, p. 11

[2] [2] Ibíd., p. 24

[3] [3] Ernst Tugendhat, Problemas, Gedisa, Barcelona, 2001, p. 17

[4] [4] Ibíd., p. 17. 18

[5] [5] Ibíd., p. 19

[6] [6] Ibíd., p. 17

[7] [7] Sigmund Freud, “Addres to the Society of B’nai B’rith”, citado en Erik H. Erikson, Identidad, juventud y crisis, Paidós, Buenos Aires, 1971, p. 17

[8] [8] Erikson, op. cit., p. 17

[9] [9] Ibíd., p. 18

[10] [10] Ibíd., p. 19

[11] [11] Henri Tajfel, Grupos humanos y categorías sociales, Herder, Barcelona, 1984, p. 264

[12] [12] Ibíd. p. 292

[13] [13] Ibíd., p. 175

[14] [14] Esto tiene importantes consecuencias metodológicas para las ciencias sociales. Las categorías de identidad no deberían utilizarse como si se trataran de cualquier otra categoría, pues no constituyen criterios objetivos de clasificación. Pensemos, por ejemplo, en el término “Occidente”; si lo utilizamos como un simple concepto de orientación geográfica será neutral; pero si lo utilizamos para clasificar a determinado grupo social al que llamamos “occidentales” y al que atribuimos determinadas características (hacia las cuales sentimos ciertas inclinaciones valorativas) nos arriesgamos a tomar como real a un estereotipo. El problema está en que, cuando se supone que buscamos conocer la realidad con pretensión de objetividad, los estereotipos pueden ser grandes obstáculos, pues a los estereotipos no les interesa mucho la objetividad. Como nos explica Tajfel, cuando una categorización social neutra (por ejemplo: “los suecos son altos”) encuentra ejemplos que lo contradicen (conocemos un sueco que no es alto), podemos cambiar el concepto sin mucho problema; pero en el caso de estereotipos, en el sentido de clasificaciones dotadas de valor (sean positivas o negativas), los ejemplos que lo contradicen amenazan nuestro sistema de valores y, por lo tanto, sentiremos resistencia a cambiar el estereotipo (Ibíd., p. 183ss).

[15] [15] Benedict Anderson, Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, FCE, Buenos Aires, 1993, p. 23

[16] [16] Max Weber, Economía y sociedad, FCE, México, 2004, p. 324

[17] [17] Ibíd., p. 326, 327

[18] [18] Ibíd. p, 327

[19] [19] Nikolaus Werz, Pensamiento sociopolítico moderno en América Latina, Nueva Sociedad, Caracas, 1995

[20] [20] Cfr. Werz, op. cit.

[21] [21] Ian Baruma y Avishai Margalit, Occidentalismo: breve historia del sentimiento antioccidental, Península, Barcelona, 2005, p. 83

[22] [22] Isaiah Berlin, The Crooked Timber of Humanity: Chapters in the History of Ideas, citado en Baruma y Margalit, op. cit., p. 83, 84

[23] [23] Baruma y Margalit, op. cit., p. 95

[24] [24] Es el término que utiliza Manuel Castells para referirse al proyecto político de los actuales nacionalismos, que, a diferencia de los nacionalismos clásicos, no necesariamente apuntan a la defensa o construcción de un Estado propio. Manuel Castells, La era de la información, Vol.2: El poder de la identidad, Alianza, Madrid, 1997, cap. 1

[25] [25] Ernest Gellner, Naciones y nacionalismo, Alianza, Madrid, 1988, p. 70

[26] [26] Ibíd., p. 162

[27] [27] Anthony Smith, Nacionalismo, Alianza, Madrid, 2004, p. 90

[28] [28] Ibíd., p. 166

[29] [29] Amartya Sen, Identidad y violencia: la ilusión del destino, Katz, Buenos Aires, 2007

CRITICA AL MARXISMO

Por: Francisco Morales
2007-12-18
La crítica que voy a presentar se concentra en un tema muy específico: la pretensión científica del marxismo, es decir, me interesa el marxismo como un conjunto de herramientas conceptuales y de explicaciones teóricas que pretenden dar cuenta de determinada realidad social. Se podría cuestionar este punto de partida argumentando que la peculiar postura epistemológica del marxismo impide separar la pretensión científica de otro tipo de pretensiones, específicamente de la pretensión política de transformar el mundo, pero mi intención es discutir justamente la validez de dicha postura epistemológica. Así pues, mi ponencia va a girar alrededor de la pregunta de cómo debemos entender la ciencia –ciencia social, en este caso– y en qué medida las teorías marxistas promueven u obstaculizan la construcción de una comprensión científica del mundo social.

Claro está, una crítica al “marxismo” es una cuestión escabrosa, pues, como ustedes conocen, no existe en realidad el marxismo, sino diversos autores llamados marxistas, entre los cuales pueden existir diferencias no poco importantes. De modo que cualquier crítica que se haga de trabajos específicos se expone al riesgo de ser desechada con el argumento de que tales trabajos solo son una versión del marxismo, y no necesariamente la correcta. Aun cuando quisiéramos limitarnos a Marx nos encontraríamos con problemas, pues existen diversas lecturas de su obra, y la cuestión de cuál es el verdadero Marx requiere entrar en discusiones exegéticas, en las cuales no me quiero meter.

Voy a concentrar mi crítica, entonces, en el tema específico que mencioné antes: la negativa a diferenciar la pretensión de conocer el mundo de la pretensión de transformar el mundo, o, en términos más sencillos, la negativa a separar ciencia de política. Este podría considerarse un leitmotiv de los diversos autores que se consideran marxistas, si no de todos, por lo menos de la mayoría. Y ciertamente lo podemos encontrar también en Marx (por ejemplo, en su muy famosa tesis XI).

En términos simplificados, la postura marxista es la siguiente: el científico social no puede ni debe renunciar a un compromiso político por la justicia social. Sus perspectivas teóricas necesariamente estarán determinadas por intereses, de modo que la pretendida neutralidad científica no es más que una falsa conciencia que más bien contribuye a ocultar determinada postura ideológica. Es imposible desligar a la ciencia de su contexto social, no existe la ciencia pura separada de valores sociales y de objetivos prácticos. Así pues, es mejor asumir conscientemente un compromiso político y construir una ciencia que reconozca abiertamente su intención de contribuir a una transformación de la sociedad. Ahora, ¿cuál debería ser esa opción política? Si somos fieles a la herencia de Marx, no hay dónde perderse: se trata de asumir una posición dentro de la lucha de clases, según la forma que ésta adopta en la sociedad capitalista, y denunciar la explotación de clase y contribuir así a la emancipación humana.

El indudable atractivo de esta postura radica en que nos alienta a mantener y a cultivar nuestros sentimientos políticos y nuestros juicios de valor sobre las injusticias sociales. Más aún, elimina la idea de que la ciencia es una tarea fría, alejada del mundo social, y refugiada en una intelectualidad ascética, y le otorga, por el contrario, estatus de activismo político e incluso le da al científico social cierto carácter heroico. Todo esto es inmensamente atractivo para cualquier persona.

La crítica que voy a exponer no pretende cuestionar el fundamento de este atractivo: la inclinación hacia posturas políticas que pretenden contribuir con la justicia social. Esta inclinación es absolutamente legítima y simpatizo completamente con ella (aunque se podría discutir si la apuesta de Marx por la lucha de clases y por la revolución proletaria es la mejor forma de impulsar la justicia social, pero ese es otro asunto). Acepto, además, que la ciencia social puede, e incluso debe, contribuir a lograr que estos objetivos políticos se cumplan de la mejor manera. No obstante, en oposición a la tesis marxista de la indiferenciación entre ciencia y compromiso político, voy a defender la tesis de que no puede hacerse ciencia adecuadamente sin la existencia de valores autónomos, propiamente científicos, y que la mejor forma en que la ciencia social puede aportar con la política es apostando por el ideal de una ciencia objetiva y autónoma.

No quiero decir con esto que el marxismo deba ser excluido de la ciencia social. Los diversos trabajos marxistas, y especialmente la obra de Marx, han contribuido enormemente en la comprensión del mundo. No es gratuito que la obra de Marx sea tan influyente en las ciencias sociales. Por ejemplo, la importancia que en el marxismo se otorga a las relaciones económicas para comprender las formas de organización social, o el papel de los intereses de clase en la política, son aportes fundamentales. No pienso que las teorías marxistas nos brinden una comprensión completa y satisfactoria de la sociedad, pero sí pienso que nuestra comprensión de la sociedad sería mucho más deficiente si no fuera por las teorías marxistas. En este sentido, el estudio del marxismo y, sobre todo, de la obra de Marx, es completamente pertinente y del todo vigente.

Ahora bien, a pesar de que considero que muchos aspectos de las teorías marxistas deben ser tomados en serio en la construcción de una ciencia social, sostengo que quedarnos con el marxismo tal cual, manteniendo la postura de indiferenciación entre ciencia y política, constituye un obstáculo epistemológico. En lo que sigue voy a argumentar por qué.

Señalé que, en oposición a la perspectiva marxista de indiferenciación entre ciencia y política, la ciencia social, como cualquier ciencia, necesita apostar por la objetividad. Esto precisa de una aclaración. De ninguna manera afirmo que la ciencia sea una actividad aislada del resto de la sociedad, tampoco creo que exista la ciencia libre de valores, y tampoco creo que sea posible una objetividad en el sentido vulgar del término, es decir, como un conocimiento que refleje de manera fiel objetos independientes de las construcciones teóricas. Semejante perspectiva es solo una caricatura de la objetividad científica y hacemos muy bien en desecharla.

La objetividad, en efecto, implica una verdad que es independiente de nuestras prenociones. Los críticos de la idea de objetividad afirman que no existe ninguna verdad que pueda ser conocida sin la intervención de nuestras construcciones conceptuales. Lo cual es muy cierto. La verdad en sí no existe, y, por lo tanto, tampoco existe la objetividad en sí, pues tal creencia solo podría fundamentarse en un empirismo ingenuo. Pero eso no quiere decir que la idea de verdad no cumpla un papel en nuestro conocimiento, incluso en nuestro conocimiento cotidiano, y con mucha mayor razón en el conocimiento científico. Considero necesario rescatar y defender el concepto de verdad, pero debemos entenderlo bien: la verdad en sí misma no existe, pero, en cambio, sí existe el ideal de verdad, y ninguna ciencia funciona sin este ideal. A esto es lo que se refiere Popper cuando dice que en realidad no tenemos ningún criterio para establecer la verdad, pero que nos dejamos guiar por la idea de la verdad como principio regulador[1]. Y este principio regulador es necesario para la objetividad, que no consiste más que en una orientación ética hacia la crítica, como lo plantea Popper: “la objetividad de la ciencia radica en la objetividad del método crítico; lo cual quiere decir, sobre todo, que no hay teoría que esté liberada de la crítica…”[2]

Por esta razón afirmaba que no es cierta la idea de que la ciencia esté libre de valores, pero no exactamente por la imposibilidad de separarla de intereses sociales, sino por el hecho de que la actividad científica misma se basa en ciertos valores, de los cuales el valor fundamental es el ideal de verdad. Más aún, no puede existir ciencia a no ser que consideremos a la verdad no como hecho sino como ideal, pues el momento en que creemos que la verdad ha sido alcanzada definitivamente, tenemos una teoría dogmática. Gracias al ideal de verdad somos capaces de poner constantemente bajo crítica, tanto teórica como empírica, a las teorías científicas. La ciencia requiere de una ética propiamente científica, fundamentada en valores autónomos.

Esta tesis no es mera especulación, sino que es evidente en la práctica científica misma. Sin duda, el ideal de objetividad no siempre se cumple, todo el tiempo se lo está violando, como ocurre con cualquier ideal ético, pero toda persona que haya hecho alguna investigación con pretensión de objetividad, por pequeña que sea, se dará cuenta de que la riqueza de una investigación se encuentra en que ésta sea capaz de cuestionar nuestros presupuestos teóricos, de modificar lo que creíamos saber sobre la realidad, y enriquecer así nuestra comprensión del mundo. Una investigación que lo único que hace es confirmar aquello de lo que ya estábamos convencidos de antemano no tiene mayor mérito.

Puesto que la ciencia depende de una opción de valor, es erróneo considerar a la investigación científica como fría. Difícilmente existirían científicos si es que no existiera cierta pasión por la ciencia; esto también lo reconoce Popper: “Sin pasión la cosa no marcha, ni siquiera en la ciencia pura. La expresión “amor a la verdad” no es una simple metáfora”.[3] Pero estos sentimientos tienen una orientación distinta de los sentimientos políticos, y buscan objetivos muy diferentes.
El marxismo se interesa fundamentalmente en valores políticos –y, por lo tanto, en pasiones políticas– específicamente aquellos relacionados con los intereses de clase en su relevancia para la emancipación humana. Esta postura se presta a posibles desviaciones de la labor propiamente científica, originadas en la tendencia a interpretar los fenómenos sociales desde la perspectiva que previamente nos impone el compromiso político, y que, dada la naturaleza de ese compromiso, difícilmente estaremos dispuestos a poner en duda. En otras palabras, cuando la investigación científica es al mismo tiempo activismo político, es poco probable que esa investigación sea capaz de cuestionar aquellos presupuestos en los que se fundamenta nuestra postura política. El ideal de objetividad es tan difícil de cumplir, que mantener la indiferenciación marxista resulta del todo inaceptable.

Voy a mencionar un ejemplo: la teoría del valor-trabajo –que Marx toma de la economía política clásica– pretende explicar cómo es posible el intercambio de mercancías y al mismo tiempo constituye una denuncia de la explotación de clase en la sociedad capitalista. Pero resulta que esta teoría puede ser criticada a partir de observaciones empíricas: nuestros intercambios en el mercado nunca se hacen sobre la base del “tiempo socialmente necesario” para su producción, sin mencionar la dificultad que en la práctica existe para determinar ese “tiempo socialmente necesario”. Claro que Marx diría que esta observación empírica se queda en las “apariencias” de la esfera de circulación; pero aun si discutiéramos en el plano completamente abstracto y apriorístico en el que se maneja la teoría del valor-trabajo, podríamos proponer mejores soluciones lógicas al problema del valor, como lo hace, en efecto, la teoría neoclásica de la utilidad marginal.

No pretendo entrar en detalles sobre este ejemplo, mi intención es ilustrar que una teoría que está sometida a fuertes cuestionamientos tanto empíricos como teóricos difícilmente va a ser abandonada por los economistas marxistas, a no ser que estén dispuestos a renunciar a ella no solo como teoría científica sino también como fundamento de sus convicciones políticas. Cualquier posible apertura crítica en relación con la teoría del valor-trabajo se verá obstaculizada por la carga valorativa implicada en el compromiso político de la teoría.

Así pues, no habría ningún problema con una teoría marxista que utilizara sus herramientas teóricas como hipótesis, o, como las llama Popper, como conjeturas. Pero el compromiso político que se encuentra detrás de la mayor parte de teorías marxistas hace muy poco probable que se acepte verlas como meras conjeturas. La práctica política se mueve a partir de compromisos ideológicos y de firmes convicciones; en ciencia las firmes convicciones –otras que no sean la fe en el ideal de verdad– se oponen a la objetividad crítica y obstaculizan el progreso científico.

Ahora bien, la tesis de que la actividad científica posee sus propios valores no implica que la ciencia pueda desligarse de otro tipo de valores. Como afirma Popper, “es imposible excluir intereses extracientíficos de la investigación científica. Lo que es posible e importante y confiere a la ciencia su carácter peculiar no es la exclusión, sino la diferenciación entre aquellos intereses que no pertenecen a la búsqueda de la verdad y el interés puramente científico por la verdad”.[4]

Sin duda, existen importantes relaciones mutuas entre la actividad científica y la extracientífica, y en el caso de las ciencias sociales, la ciencia es, en efecto, inseparable de los problemas sociales y de las opciones políticas. Los problemas de investigación planteados en ciencias sociales a menudo tienen su origen en problemas sociales prácticos, por ejemplo, la preocupación que puede tener algún investigador por la desigualdad económica. E incluso pueden estar determinados a partir de una postura ideológica y política, por ejemplo, la apuesta por una revolución obrera, como es el caso de Marx. Pero lo crucial es diferenciar el momento de la investigación científica de los momentos de ética social y de práctica política. No existe ninguna razón para que un científico social no tenga convicciones sobre el bien y el mal en la sociedad de su tiempo, y nada impide que adopte determinada postura política y que incluso sea activo en política, pero cuando hace investigación científica debe hacer investigación científica, independientemente de los valores que pueda tener en otras facetas de su vida. Los estudiantes de ciencias sociales que están interesados en participar activamente en política encontrarán mucho más provecho en obtener conocimientos con pretensión de objetividad, que puede que cuestionen sus convicciones políticas, pero también les otorgarán una orientación crítica y un sentido de responsabilidad.

La relación que señalábamos entre valores extracientíficos y el origen de los problemas de investigación corresponde con la idea de Max Weber, quien afirma que la selección del problema de investigación no proviene de la realidad misma sino de los valores subjetivos del investigador. Sin embargo, dice Weber, esto no quiere decir que la investigación en las ciencias sociales solo pueda tener resultados subjetivos. Lo que varía según las personas es el interés del objeto de investigación; qué se convierte en objeto de investigación, qué merece ser estudiado está determinado por las ideas de valor del investigador y de su época. Pero en el modo de su uso, el investigador está ligado a las normas de pensamiento y a la pretensión de validez universal de la verdad científica. Con los medios de nuestra ciencia, dice Weber, nada tenemos que ofrecer a quien no juzgue valiosa esta verdad.[5]

En su conferencia La ciencia como vocación, Weber establece la característica propia de la ciencia moderna en términos de racionalización y desencantamiento (desmagificación), y la contrasta con la ciencia de los filósofos griegos y la ciencia de los artistas del Renacimiento:

La ciencia griega, nos dice Weber, centrada en la importancia del concepto, pretendía que una vez que se encontrara el concepto de lo bello, de lo bueno, del alma o de cualquier otra cosa, también podría encontrarse su verdadero ser, “quedando así abierto el camino que permitiría enseñar y aprender cuál es el modo justo de comportarse en la vida y, sobre todo, de comportarse como ciudadano. Para el heleno, cuyo pensamiento es radicalmente político, todo depende, en efecto, de esta última cuestión decisiva, cuya investigación constituye el sentido más hondo de la ciencia”[6]. La ciencia del Renacimiento, en cambio, destacó la importancia de la experiencia, pero el conocimiento verdadero era al mismo tiempo el conocimiento de lo bello. “Para los artistas experimentales del tipo de Leonardo y de los innovadores musicales, la ciencia significaba el camino hacia el arte verdadero, que para ellos era también el de la verdadera naturaleza.”[7]

En contraste, en la ciencia moderna ya nadie pretende “que los conocimientos astronómicos, biológicos, físicos o químicos pueden enseñarnos algo sobre el sentido del mundo o siquiera sobre el camino por el que pueden hallarse indicios de ese sentido, en el supuesto de que exista…”[8]
Con la racionalización y desencantamiento de la ciencia, Weber está refiriéndose a la actitud que Popper califica de diferenciación. En efecto, podemos cuestionar al marxismo por mantener una actitud aún no plenamente racionalizada del conocimiento, en el sentido de que pretende, en una misma tarea, ofrecer conocimiento objetivo sobre el mundo y defender determinada opción política respecto del mundo. Es decir, en el marxismo no están adecuadamente diferenciados dos problemas que Weber califica de perfectamente heterogéneos: 1) la constatación de los hechos y la determinación de la estructura interna de los fenómenos sociales; 2) la respuesta a la pregunta por el valor de esos fenómenos, y dentro de ella, cuál debe ser el comportamiento político en la sociedad.[9] Según Weber: “una ciencia empírica no puede enseñar a nadie qué debe hacer, sino únicamente qué puede hacer…”[10]. La orientación de la ciencia, para Weber, consiste en ordenar conceptualmente la realidad empírica de un modo que pretenda validez como verdad empírica, y esta orientación se distingue de “una argumentación que se dirija a nuestros sentimientos y a nuestra capacidad de entusiasmarnos por fines prácticos concretos”.[11]

Volviendo al ejemplo de la teoría del valor-trabajo, como ya dije, la actitud indiferenciada del marxismo se demuestra en que este análisis al mismo tiempo pretende hacer dos cosas: 1) ofrecer una explicación sobre la naturaleza del intercambio de mercancías; y 2) demostrar objetivamente la existencia de una explotación oculta detrás del sistema de intercambio de mercancías. A partir de aquí queda perfectamente resuelta la cuestión de cuál es nuestro deber político: la única opción política válida es la vía revolucionaria, la que apuesta por el eventual derrumbe del sistema económico desde sus bases. El mito histórico de la lucha de clases queda científicamente justificado.

La teoría marxista, con todo lo ilustrada y moderna que es, mantiene todavía algo de magia: nos libra de nuestras ilusiones a la vez teóricas y políticas, es decir, nuestras falsas concepciones sobre la realidad son al mismo tiempo un engaño ideológico para ocultar la naturaleza intrínsecamente injusta del capital, y una distracción de nuestra verdadera misión histórica. Por ello es que la lectura de El Capital, si bien puede resultar fascinante por su brillante construcción teórica, es mucho más fascinante en razón de que nos puede hacer sentir como personas liberadas de una caverna de ideología burguesa, tras lo cual nuestras opciones políticas están claramente definidas y nuestra vida misma puede adquirir sentido.

Alguien podría objetar que la fundamentación científica de la opción política es solo una interpretación posible de la teoría marxista. Existe otra: la teoría marxista, por ejemplo, la teoría del valor-trabajo, explica el mundo desde determinada perspectiva de clase, es decir, desde el punto de vista proletario. Esta versión más relativista es distinta de la anterior, pero se fundamenta igualmente en la indiferenciación entre la verdad y el bien. En la primera interpretación de la teoría marxista, la moral depende de la ciencia, de modo que la opción política queda científicamente demostrada; en la segunda interpretación, la ciencia depende de la moral, de modo que la teoría queda políticamente justificada. En cualquiera de los dos casos, estamos demasiado cercanos a un mundo mágico en el que la necesidad de encontrar un firme sentido a nuestra existencia manda por sobre todas las cosas.

No afirmo, por cierto, que no debamos buscarle un sentido a nuestra existencia, esa es una inclinación inevitable en cualquier ser humano y es perfectamente legítima. Pero sí sostengo, con Weber, que mal hacemos en tratar de encontrar ese sentido en la ciencia social, pues probablemente ella cumplirá ese papel de manera muy deficiente y decepcionante, pero, ante todo, estaremos privando a la ciencia de su sentido propio.

En conclusión, si bien, como ya he dicho, las teorías marxistas suponen un gran aporte para la construcción de la ciencia social, el marxismo en general posee un importante obstáculo epistemológico por su negativa a separar ciencia de política. El obstáculo radica en que no diferencia la búsqueda de la verdad de la búsqueda del bien, y eso impide la aparición de valores propiamente científicos y de un momento de investigación propiamente científico, distinto de los momentos de la filosofía política y de la acción política. En el marxismo confundimos fácilmente nuestras ideas respecto a cómo es la sociedad con nuestras ideas respecto a cómo debe ser la sociedad, y cuando el bien y la verdad están confundidos, tanto nuestras teorías sobre el mundo como nuestras posturas políticas están protegidas ante la crítica, pues si nuestra misión política se considera demostrada científicamente, toda postura contraria tenderá a despreciarse de antemano como “ideológica”, y si nuestra teoría objetiva se justifica por una misión política, el ideal de verdad carecerá de importancia.

[1] K. Popper, Conjeturas y refutaciones, Paidós, Barcelona, 1983, p. 276, 277
[2] K. Popper et al. La lógica de las ciencias sociales, Grijalbo, México, 1978, p. 12
[3] Ibíd., p. 19
[4] Ibíd.
[5] M. Weber, Ensayos sobre metodología sociológica, Amorrortu, Buenos Aires, 2001, p. 73, 99
[6] M. Weber, El político y el científico, Alianza, Madrid, 2003, p. 204, 205
[7] Ibíd., p. 206
[8] Ibíd., p. 207
[9] Ibíd., p. 214
[10] Weber, Ensayos sobre metodología sociológica, p. 44
[11] Ibíd., p. 47