Por: Rafael Argullol
En los últimos tiempos, algunos de los mejores profesores abandonan precipitadamente la Universidad acogiéndose a jubilaciones anticipadas. Con pocas excepciones, las causas acaban concretándose en dos: el desinterés intelectual de los estudiantes y la progresiva asfixia burocrática de la vida universitaria. La mayoría de los profesores aludidos son gentes que en su juventud apostaron por aquel ideal humanista e ilustrado que aconsejaba recurrir a la educación para mejorar a la sociedad y que ahora se baten en retirada, abatidos algunos y otros aparentemente aliviados ante la perspectiva de buscar refugio en opciones menos utópicas.
El primero de los factores es objeto de numerosos comentarios desde hace dos o tres lustros. Un amigo lo resumía con contundencia al considerar que los estudiantes universitarios eran el grupo con menos interés cultural de nuestra sociedad, y eso explicaba que no leyeran la prensa escrita, a no ser que fuera gratuita, que no acudieran a libros ajenos a las bibliografías obligatorias o que no asistieran a conferencias si no eran premiadas con créditos útiles para aprobar cursos. Aunque podría matizarse la afirmación de mi amigo, en términos generales responde a una realidad antipática pero cierta, por más que todos los implicados en el circuito de la enseñanza reconozcan que no se trata de la mayor o menor inteligencia o sensibilidad de los universitarios actuales con respecto a generaciones precedentes, sino de otra cosa.
Esta "otra cosa" es lo que ha desgastado irreparablemente a los profesores que optan por marcharse a casa. Éstos no se han sentido ofendidos tanto por la ignorancia como por el desinterés. Es decir, lo degradante no ha sido comprobar que la mayoría de estudiantes desconocen el teorema de Pitágoras -como sucede- o ignoran si Cristo pertenece al Nuevo o al Antiguo Testamento -como también sucede-, sino advertir que esos desconocimientos no representaban problema alguno para los ignorantes, los cuales, adiestrados en la impunidad ante la ignorancia, no creían en absoluto en el peso favorable que el conocimiento podía aportar a sus futuras existencias.
Naturalmente, esto es lo descorazonador para los veteranos ilustrados, quienes, tras los ojos ausentes -más soñolientos que soñadores- de sus jóvenes pupilos, advierten la abulia general de la sociedad frente a las antiguas promesas de la sabiduría. Los cachorros se limitan a poner provocativamente en escena lo que les han transmitido sus mayores, y si éstos, arrodillados en el altar del novorriquismo y la codicia, han proclamado que lo importante es la utilidad, y no la verdad, ¿para qué preferir el conocimiento, que es un camino largo y complejo, al utilitarismo de la posesión inmediata? Sería pedir milagros creer que la generación estudiantil actual no estuviera contagiada del clima antiilustrado que domina nuestra época, bien perceptible en los foros públicos, sobre todo los políticos. Ni bien ni verdad ni belleza, las antiguallas ilustradas, sino únicamente uso: la vida es uso de lo que uno tiene a su alrededor.
Esta atmósfera antiilustrada ha penetrado con fuerza también en el organismo supuestamente ilustrado y, con frecuencia, anacrónico de la Universidad. Ahí podríamos identificar la otra causa del descontento de algunos de los profesores que optan por el retiro, originando, en el caso de los mejores, una auténtica sangría intelectual para la Universidad pública, cuyo coste social nadie está evaluando. A este respecto, la renovación universitaria ha sido sumamente contradictoria en estos últimos decenios. De un lado ha existido una notable voluntad de adaptación a las nuevas circunstancias históricas, con particular énfasis en ciertas tecnologías e investigaciones de vanguardia como la biogenética; de otro lado, sin embargo, las viejas castas universitarias, rancios restos feudales del pasado, han sido sustituidos por nuevas castas burocráticas, que predican una hipotética eficacia que muchas veces roza peligrosamente el desprecio por la vertiente científica y cultural de la Universidad. En los mejores casos, por consiguiente, los centros universitarios se aproximan al funcionamiento empresarial eficaz, y en los peores, a una suerte de academia de tramposos.
Lógicamente, ni unos ni otros resultan satisfactorios para el profesor que quería adaptar el credo ilustrado al presente. Si la Universidad pública se articula sólo con intereses empresariales, está condenada a aceptar la ley de la oferta y la demanda hasta extremos insoportables desde el punto de vista científico. Los estudios clásicos o las matemáticas nunca suscitarán demandas masivas ni estarán en condiciones de competir con las carreras más utilitarias. Pero el día en que el consumo de tecnología no suscite ya ninguna curiosidad por los principios teóricos que posibilitaron el desarrollo de la técnica y la Universidad se pliegue a esa evidencia, lo más coherente será rendirse definitivamente y olvidarse de que en algún momento existió algo parecido a un deseo de verdad.
Mientras esto no suceda, al menos definitivamente, el riesgo de una Universidad excesivamente burocratizada es el triunfo de los tramposos. No me refiero, desde luego, a los tramposos ventajistas que siempre ha habido, sino a los tramposos que caen en su propia trampa. La Universidad actual, con sus mecanismos de promoción y selectividad, parece invitar a la caída. En consecuencia, los jóvenes profesores, sin duda los mejor preparados de la historia reciente y los que hubiesen podido dar un giro prometedor a nuestra Universidad, se ven atrapados en una telaraña burocrática que ofrece pocas escapatorias. Los más honestos observan con desesperanza la superioridad de la astucia administrativa sobre la calidad científica e intentan hacer sus investigaciones y escribir sus libros a contracorriente, a espaldas casi del medio académico. Los oportunistas, en cambio, lo tienen más fácil: saben que su futura estabilidad depende de una buena lectura de los boletines oficiales, de una buena selección de revistas de impacto donde escribir artículos que casi nadie leerá y de un buen criterio para asumir los cargos adecuados en los momentos adecuados. Todo eso puntúa, aun a costa de alejar de la creación intelectual y de la búsqueda científica. Pero, ¿verdaderamente tiene alguna importancia esto último en la Universidad antiilustrada que muchos se empeñan en proclamar como moderna y eficaz?
Los veteranos profesores de formación humanista que últimamente abandonan las aulas creen que sí. Por eso se retiran. No obstante, es dudoso que su gesto tenga repercusión alguna. Para tenerla debería encontrar alguna resonancia en el entorno en que se produce. No es así. Nuestra Universidad, como nuestra escuela, es un mero reflejo. La sociedad en la que vivimos no sólo no tiene intención de compartir los ideales ilustrados, juzgados ilusorios e inservibles, sino que dispara contra ellos siempre que puede. Desde el escaño, desde la pantalla, desde el estudio, desde donde sea. El pensamiento ilustrado no ha demostrado que proporcionara la felicidad. Y esto se paga.
Rafael Argullol es escritor y catedrático de Estética en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona.El País, 7 de septiembre 2009
La crisis de paradigmas expuesta por Lyotard a causa del malestar endógeno de la Modernidad,se visualiza con fuerza en la academia, en modelos utilitaristas de aprendizaje que terminan aniquilando y extrangulando la cuota mínima de reflexión que pudiera existir. El modelo educativo está enfermo, viciado de conceptos. Los libros son presentados con enemigos públicos del placer visual posicionados por omnipotente caja multicolor.
ResponderEliminarEn gran medida creo que el capitalismo es el gran asesino de la reflexión. Jean Baudrillard señalará al respecto que el objeto ha superado al sujeto. Una sociedad donde la mayor religión es el consumismo y los mall son los templos que reciben alabanzas publicitarias todo el tiempo, el pensamiento como bien universal pierde importancia y el dinero mueve a la gente. Baudillard cerrará la reflexión señalando que lo real es superado por el simulacro de lo real.
En ese sentido creo que la gente vive de apariencias que le permiten sobrevivir, pero que le niegan la posibilidad de liberarse conceptualmente. Walter Mignolo opina que es momento de desplazar las geopolíticas del conocimiento y validar otras reflexiones. Para no ser sinónimo del fallido proyecto de la modernidad es necesario pensar con cabeza propia y afrontar el doloroso y satisfactorio ejercicio epietemológico bosquejando nuevamente las aulas como espacios o laboratorios de pensamiento gratuito, edificante y conflictivo como lo gestionaron los sofistas en la antigua Atenas.
Me gustó el artículo, y creo que también el problema tiene mucho que ver con la educacion primaria y media. En estas instancias se le enseña al chico a aprender un gran caudal de contenidos, pero no se les enseña a pensar. Creo que la Ilustración en este momento de la Humanidad tiene que tener más que ver con eso: enseñar a pensar; educar la conciencia crítica. Sólo así, las personas tendrán la oportunidad de no caer tan fácilmente en el utilitarismo tan arraigado en nuestra existencia diaria. La subvaloración, creo yo, del pensamiento por parte, digámoslo así, del vulgo, viene a parar, como dice Boris J., en una especie de vida en apariencias, una especie de somnoliencia que no permite visualizar otras realidades mucho más riquísimas y que permiten ser al hombre lo que realmete es: pura capacidad o poder de autosuperación. Pero solamente se descubre este poder interno, cuando el Hombre ha adquirido una verdadera conciencia crítica que trae como resultado una libertad absolutamente verdadera y racional.
ResponderEliminarSaludos cordiales
Ariel- estudiante de Filosofía, UNL, Argentina.
¿Tal vez la culpa no la tiene la abundancia de contenidos hoy en día gracias a las redes sociales que les hacen vagos a los estudiantes? ¿Ya no se quiere pensar,ni refleccionar solo copiar? O es acaso que estamos viviendo nuevas realidades donde es importante que el docente de hoy motive esta reflección y esta debe ser en clases, creo que este es el camino, mas reflección, los contenidos están en todos lados.
ResponderEliminarYo tengo 28 años, soy ambateño y un amante del juego del pensamiento insitu. La Central no tiene Filososfía. Entonces como hago para estudiar si el Estado no requiere pensadores en este sentido. He vagado por más de 10 años (por latinoamerica) leyendo lo que me gusta. Es una pena para mi que me hubiese encantado estar en una aula y charlar con gente bakan.
ResponderEliminarLa soledad es la única que me ha acompañado.
No me quejo solo doy mi punto de vista del porque no estuve en una aula y talvez hubiesemos echo migas con esos mentores que se van, pues yo también me he ido.
Pero no me gusta hacer suposiciones tan efímeras, gran post y un abrazo mpara todos.
LVIII