2008-06-23
1. INTRODUCCIÓN
La idea de que es necesario, incluso imperativo, conocer y construir una “filosofía latinoamericana” parecería de sentido común. “¿Cómo es posible que leamos a los europeos y no a los nuestros?” es una pregunta cuya sensatez pocos dejarían de calificar como evidente en sí misma. Tendemos a olvidar, no obstante, que el sentido común y lo inmediatamente “evidente” no necesariamente son correctos.
Preguntémonos, en primer lugar, ¿qué es filosofía latinoamericana? Dejando de lado el simple origen geográfico, el término puede entenderse en al menos dos sentidos:
1) Por filosofía latinoamericana podemos referirnos a una posible escuela o una corriente de pensamiento con ciertas características propias de autores nacidos en esta zona del planeta en determinado momento histórico. Se trataría de algo análogo a lo que a veces algunos llaman “filosofía alemana” o “filosofía anglosajona”, para tratar de clasificar estilos de filosofía, aunque vale aclarar que tales calificativos geográficos nunca están exentos de dificultades.
Exista o no semejante “escuela latinoamericana”, el requisito sería que sus estudios trataran sobre problemas filosóficos válidos para todo lugar, en plano de igualdad con el resto de autores. Semejante “escuela” debería participar de una comunidad mundial de pensadores, en la que se debatieran temas de interés universal.
2) Filosofía latinoamericana como sinónimo de “latinoamericanista”. Aquí se trata de la preocupación por la identidad latinoamericana. Este es un tema legítimo de la filosofía, pero podríamos considerarlo más bien de “filosofía aplicada”. La pregunta acerca de la identidad latinoamericana claramente no es de interés universal; aunque el problema de la identidad, en abstracto, sí podría serlo.
El presente ensayo pretende justamente esto último. Realizaremos un análisis sobre el fenómeno de la identidad, con la intención de iluminar en términos teóricos la pregunta sobre la identidad latinoamericana. En primer lugar, haremos una crítica a la aproximación ontológica, que consideramos se encuentra extraviada en una confusión conceptual. Veremos que la identidad no puede entenderse adecuadamente si no nos ayudamos de análisis tanto psicológicos como sociológicos (es lo que elaboraremos en los puntos 3 y 4). Finalmente presentaremos una breve reflexión sobre los problemas éticos que nos plantea el fenómeno de la identidad y específicamente el latinoamericanismo (punto 5).
2. ¿CÓMO ENTENDER LA IDENTIDAD?
La pregunta “¿quiénes somos?” o “¿qué significa ser latinoamericano?” es muy susceptible de jugarnos malas pasadas lingüísticas. El verbo ser nos tienta demasiado a formular respuestas en términos ontológicos, y esto nos puede acercar peligrosamente a una concepción metafísica y esencialista respecto de la identidad latinoamericana.
Una de las propuestas mejor elaboradas sobre este tema, la de Arturo Roig en su Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, toma como punto de partida justamente la pregunta sobre el “nosotros latinoamericano”. De acuerdo con la perspectiva hegeliana que maneja Roig, el “nosotros” tiene que ver con la conciencia de un “sujeto histórico” al que se le plantea ‑
la necesidad de “querernos a nosotros mismos como valiosos” y “tener como valioso el conocernos a nosotros mismos”. A esto Roig lo llama el “a priori histórico”[1].
La postura de Roig tiene la ventaja de que se aproxima al “nosotros latinoamericano” como un proceso de construcción histórica: “ese ‘nosotros’ hace referencia a un sujeto que si bien posee continuidad histórica, no siempre se ha identificado de igual manera”[2]; con lo cual evita caer en posturas esencialistas. Sin embargo, puesto que desde esta perspectiva resulta que siempre somos latinoamericanos, y que, no obstante, la definición es cambiante y se construye desde perspectivas históricas muy diferentes, entonces no queda realmente claro qué somos y qué no somos.
Hay, pues, más confusión que claridad. Esto nos lleva a preguntarnos si realmente la dialéctica hegeliana nos resulta útil para entender el “nosotros”, o si, más bien, en lugar de esclarecer el problema, lo estamos complicando innecesariamente.
Quizás la pregunta no está bien planteada, o no tenemos muy claro exactamente qué es lo que estamos preguntando. ¿A qué nos referimos cuando nos interrogamos por nuestra identidad?
El primer paso para elucidar esta cuestión consiste en reconocer que cuando preguntamos sobre la identidad latinoamericana, o cualquier otra semejante, no estamos preguntando sobre el sentido lógico de identidad. Ernst Tugendhat nos advierte que el término identidad tiene dos usos diferentes. El primero se refiere a la identidad de un individuo en términos lógicos, por ejemplo, cuando decimos “que la cucaracha que está ahora en esta esquina del cuarto es la misma, que es idéntica con la cucaracha que hace un rato había estado en aquella otra esquina”[3]. Se trata del viejo enigma que se suele formular en los siguientes términos: “¿cómo es posible que, a pesar de que he cambiado, siga siendo yo mismo?”.
Respecto a esta pregunta, Tugendhat considera que el problema se basa en una confusión entre los conceptos de no-identidad y cambio, pues el cambio no significa que una cosa deba morir y dejar de ser ella misma:
Casi todos los que se ven confrontados por primera vez con el concepto de identidad individual creen descubrir un problema que les parece profundo y paradójico […]. También a muchos filósofos importantes esto les parecía una paradoja fatal (o quizás no fatal sino feliz, porque así ponen de manifiesto que el mundo es paradójico), empezando por Heráclito cuando afirmaba: ¿cómo se puede decir que me baño dos veces en el mismo río si las aguas son cada vez diferentes? Nos enfrentamos aquí con otra confusión: entre no-identidad y cambio. El hecho de que algo cambie no significa que algo termine y algo otro empiece; nuestros criterios para cambios son diferentes de los criterios para nacer y morir; en el cambio, una y la misma cosa tiene características diferentes en momentos diferentes. En esto no hay ninguna paradoja. Y tampoco la hay en que seres complejos como ríos, cucarachas y personas formadas por partes puedan seguir siendo las mismas cuando sus partes cambien. Nos podemos bañar en el mismo río a pesar de que las aguas sean otras porque los criterios para la mismidad de un río son diferentes de los criterios para la mismidad de una gota.[4]
En realidad, no es este sentido de identidad al que nos referimos cuando nos preguntamos sobre la identidad latinoamericana. La pregunta se refiere al segundo uso del término: la identidad psicológica. A ésta Tugendhat llama “identidad cualitativa”, distinta a la “identidad individual” a la que nos referimos antes. Y la diferencia entre ambas es crucial:
Cuando cada uno de nosotros se pregunta “´¿qué es mi identidad?”, no se refiere a su identidad individual, porque esta es obvia y ya está definida: yo soy E.T., que nació en aquella ciudad de Checoslovaquia y que ha recorrido todo este camino biográfico ‑
individual. Esto es un hecho, pero mi identidad cualitativa no es un hecho o, por lo menos, no totalmente...[5]
Así, nos dice Tugendhat, la pregunta por la identidad se refiere en realidad no tanto a “¿quién soy?”, sino más bien a “¿quién quiero ser?”. Acertadamente, Tugendhat afirma que la mezcla entre estos dos conceptos de identidad “ha confundido casi toda la literatura sobre el concepto de identidad personal”[6]. De esta confusión surge precisamente el intento de resolver el “problema de la identidad” a partir de la necesidad de “reconocer” lo que somos, o de afirmarnos como seres “para sí”, según la jerga hegeliana. Esto es simple confusión lingüística.
Para el caso de la identidad latinoamericana, deberíamos diferenciar entre el hecho histórico latinoamericano (“¿qué es lo latinoamericano?”) y el fenómeno de la identidad latinoamericana (“¿por qué quiero ser latinoamericano?”). El primero es una cuestión que puede abordarse con pretensión de objetividad: una vez definida de manera conceptual la delimitación geográfica e histórica de lo que consideramos “latinoamericano”, podemos describir los procesos propios de esta zona, así como las diferencias que existen al interior; incluso podríamos elaborar características propias de una “cultura latinoamericana” (que esto último exista en la realidad o no —opinamos que no— ya es otro asunto). El fenómeno de la identidad se refiere a algo muy distinto: es un proceso psicológico que consiste en el deseo de considerarse parte de un colectivo al que llamamos “latinoamericano”, y ese deseo requiere que esa pertenencia se considere valiosa.
Ambas cuestiones, tanto la lógica como la psicológica, son perfectamente legítimas; el problema es confundir discursos con pretensión de objetividad con discursos valorativos detrás de los cuales se encuentran deseos psicológicos. La pregunta “¿qué es lo latinoamericano?” es muy distinta a la pregunta “¿por qué es bueno considerarse latinoamericano?”
Nuestra tesis es, pues, que la filosofía latinoamericanista está motivada por un proceso psicológico de fondo, al que llamamos identidad. Esta filosofía no puede dejar de interesarse en comprender este fenómeno en términos propiamente psicológicos. Este es el verdadero “a priori antropológico” de todo discurso sobre el “nosotros” latinoamericano.
3. EL ORIGEN PSICOLÓGICO DE LA IDENTIDAD
Los primeros intentos sistemáticos de estudiar la identidad como fenómeno psicológico se encuentran en los trabajos de Erik Erikson. A pesar de que Erikson no siempre es del todo claro en sus definiciones, encontramos en sus propuestas algunos elementos importantes para la definición del concepto de identidad y para la comprensión del fenómeno.
La identidad como tal no ha sido abordada por la teoría freudiana. No obstante, Erikson toma como punto de partida un discurso de Freud en el que habla de su identificación con el pueblo judío. En este discurso, Freud expresa que, a pesar de no ser religioso y de tratar de suprimir el entusiasmo nacional por considerarlo perjudicial y erróneo, existen en él “muchas oscuras fuerzas emocionales que eran tanto más poderosas cuanto menos se las podía expresar con palabras, así como también la clara conciencia de una identidad interior, la privacidad de una construcción mental común que proporcionaba seguridad”[7]. Freud también menciona que esta identidad está acompañada de cierto sentimiento de orgullo por pertenecer a la comunidad judía:
… existía una percepción de que sólo a mi naturaleza judía le debía las dos características que se me hicieron indispensables en el difícil camino de mi vida. Porque era judío me encontré libre de muchos prejuicios que restringían a otros en cuanto al uso de su ‑ intelecto, y como judío estaba preparado para unirme a la oposición y para prescindir de cualquier acuerdo con la “mayoría compacta”.[8]
Erikson detecta en Freud una contraposición de la identidad positiva de los judíos (la libertad de pensamiento) con un rasgo negativo de los pueblos entre los cuales viven los judíos (los prejuicios que restringen el uso del intelecto). En consecuencia, nos dice Erikson: uno empieza a comprender que la identidad de una persona o de un grupo puede ser relativa y definirse por contraste con la de otra persona o grupo, y que el orgullo de lograr una identidad firme puede significar una emancipación interior con respecto a una identidad grupal dominante…[9]
A partir del texto de Freud y del análisis de Erikson podemos detectar dos elementos clave de la identidad:
1) Se trata de un fenómeno emocional, expresable en palabras más míticas que conceptuales (las “oscuras fuerzas emocionales”).
3) La identidad se construye en términos relativos, es decir, se define por contraste con la identidad de otra persona o grupo.
Respecto a esta última característica, más adelante Erikson describe la identidad a partir de los siguientes rasgos:
a) La formación de identidad es un proceso en el que el individuo se juzga a sí mismo a la luz de lo que percibe como la manera en que los otros lo juzgan a él comparándolo con ellos y en los términos de una tipología significativa para estos últimos.
b) Al mismo tiempo, el individuo juzga la manera en que es juzgado, a la luz del modo en que se percibe en comparación con otros y en relación con tipos que han llegado a ser importantes para él.[10]
En resumen, podemos decir que la identidad es un proceso de origen emocional que impulsa al individuo a juzgarse a sí mismo a partir del juicio que otros hacen de él. Dado que la identidad tiene un fundamento emocional, se trata, en principio, de un fenómeno individual; sin embargo, la identidad individual siempre se define por la relación con los otros y por el juicio que éstos realizan acerca del individuo en cuestión. La identidad siempre es un fenómeno psico-social.
Ahora bien, Erikson también llegó a la conclusión de que la identidad individual dependía de la adecuada integración en un grupo y, por lo tanto, del sentimiento de pertenencia a un grupo. Esto significa que el juicio que las personas realizan al grupo como un todo también definirá el juicio que el individuo se hace de sí mismo.
Esta compleja dinámica entre identidad individual e identidad de grupo ha sido estudiada por el psicólogo social Henri Tajfel. De acuerdo con Tajfel, la pertenencia a un grupo social tiene tres componentes:
Componente cognitivo, en el sentido del conocimiento de que uno pertenece a un grupo; un componente evaluativo, en el sentido de que la noción de grupo y/o de la pertenencia de uno a él puede tener una connotación valorativa positiva o negativa; y componente emocional, en el sentido de que los aspectos cognitivo y evaluativo del grupo y de la propia pertenencia a él pueden ir acompañados de emociones (tales como amor y odio, agrado o desagrado) hacia el propio grupo o hacia grupos que mantienen ciertas relaciones con él.[11]
Solo cuando el grupo social incluye el componente evaluativo y el emocional se vuelven significativas para el individuo, en términos de identidad, las comparaciones entre “nosotros” y “ellos”, o lo que Tajfel denomina “endogrupo” y “exogrupo”. La identidad social es, justamente, consecuencia de la introducción de elementos de valor en las categorizaciones ‑ sociales; de allí la definición de Tajfel: “entenderemos por identidad social aquella parte del autoconcepto de un individuo que deriva del conocimiento de pertenencia a un grupo (o grupos) social junto con el significado valorativo y emocional asociado a dicha pertenencia”[12].
La importancia de este análisis es inmensa. Nos ayuda a comprender que identidad no es exactamente igual a clasificación objetiva. Podemos pertenecer a determinado grupo social de manera neutral, por ejemplo, mi pertenencia al grupo de personas con miopía no tiene mayor relevancia, pero cuando me defino, por ejemplo, como judío, la cosa cambia. La diferencia se encuentra precisamente en el componente evaluativo y emocional presente en la segunda definición.
Esto nos permite comprender por qué la identidad suele funcionar por medio de estereotipos que definen al endogrupo en términos de valoración positiva y al exogrupo en términos de valoración negativa. De acuerdo con Tajfel, los estereotipos poseen un aspecto cognitivo, puesto que implican generalizaciones, y, en ese sentido, forman parte del proceso cognoscitivo general de la categorización. Pero los estereotipos no son simples categorías; además de la función cognitiva, cumplen con otras tres funciones: 1) ayudan a los individuos a defender o preservar su sistema de valores; 2) contribuyen a la creación y mantenimiento de ideologías de grupo que explican y justifican una diversidad de acciones sociales; 3) ayudan a conservar y crear diferenciaciones positivamente valoradas de un grupo respecto de otros grupos[13].
En conclusión, las categorías de identidad no pueden abordarse como si fueran categorías sin más. Cuando nos preguntamos acerca de nuestra “pertenencia” a determinado grupo debemos tener claro si estamos tratando con una categoría neutral o si se trata de clasificaciones dotadas de valor. La identidad siempre hace referencia a las segundas.[14]
4. EL LATINOAMERICANISMO COMO NACIONALISMO
La anterior exposición psicológica, si bien muy simplificada y limitada, nos ofrece ciertos elementos de base para comprender lo que se encuentra detrás de la pregunta sobre el “nosotros latinoamericano”. Debería quedar claro que lo “latinoamericano” en este sentido no es una simple clasificación sino una categoría de identidad, lo cual implica carga valorativa y emocional. Sin embargo, para comprender adecuadamente al latinoamericanismo debemos penetrar un poco más en sus detalles. Dado que se trata de una identidad política, debemos discutir la cuestión del nacionalismo.
En primer lugar, señalemos que la identidad latinoamericana, si bien funciona básicamente en los términos psicológicos que señalamos antes, forma parte de una versión peculiar de sentimiento de pertenencia: la “comunidad imaginada”. Benedict Anderson acuñó este término para describir a la nación: se trata de una comunidad en el sentido de que se concibe ‑ como una relación horizontal, de “compañerismo”; pero es imaginada “porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión”[15]. Esta característica diferencia a la nación de otros grupos de identidad que constituyen comunidades cara a cara, por ejemplo, la familia.
Ahora bien, aún no tenemos claro qué entendemos por identidad nacional. Al respecto, es necesario advertir que el concepto de “nación” es uno de los más ambiguos del lenguaje político y de ninguna manera debería tomarse a la ligera. La definición de este concepto es un tema sumamente complejo y polémico dentro de la teoría política.
Max Weber, en uno de los intentos más tempranos por definir el término con rigurosidad, llamaba la atención sobre lo problemático que resulta encontrar los fundamentos de lo nacional. En muchos casos la nacionalidad pretende identificarse con una “comunidad lingüística”, tanto así, nos dice Weber, que “de hecho se consideran hoy conceptualmente idénticos el ‘estado nacional’ y el ‘estado’ montado sobre la base de unidad de lenguaje”[16]. Pero esta identificación de lo nacional con lo lingüístico, tan común en los movimientos nacionalistas europeos a partir de las últimas décadas del siglo XIX, no está exenta de dificultades. Weber pone, entre muchos otros, el ejemplo de los alsacianos de lengua alemana, que no ven problema en sentirse parte de la nación francesa.
En realidad, las bases del “sentimiento nacional” son múltiples y variadas, y no existe un solo elemento cultural, o de ningún otro tipo, que podamos tomar como base definitiva del concepto de nación: “… los sentimientos colectivos que se designan con el nombre genérico de ‘nacionales’ no son unívocos, sino que pueden ser nutridos por diferentes fuentes: […] los recuerdos políticos comunes, la confesión religiosa, la comunidad de lenguaje y también el habitus condicionado racialmente, pueden actuar como fuentes”[17].
Ahora bien, lo que tiene en común todo concepto de nación, sin importar cuáles sean sus bases, es su orientación hacia un proyecto político. A partir de aquí Weber elabora su definición:
Siempre el concepto de “nación” nos refiere al “poder” político y lo “nacional” —si en general es algo unitario— es un tipo especial de pathos que, en un grupo humano unido por una comunidad de lenguaje, de religión, de costumbres o de destino, se vincula a la idea de una organización política propia, ya existente o a la que aspira, y cuanto más se carga el acento sobre la idea de “poder”, tanto más específico resulta ese sentimiento patético.[18]
De acuerdo con estos conceptos, preguntémonos: ¿es el latinoamericanismo un nacionalismo?
Nikolaus Werz, en su Pensamiento sociopolítico moderno en América Latina, describe las diferentes corrientes de pensamiento (culturalistas, anti-imperialistas, populistas, etc.) que han tratado de definir lo específicamente latinoamericano. A pesar de la variedad de respuestas ofrecidas por las corrientes descritas por Werz, es posible observar una constante en todas ellas: la búsqueda de contraste con la nación norteamericana[19]. En efecto, la comunidad imaginada de los “latinoamericanos” se define, en principio, por oposición a la comunidad imaginada “americana” (a secas), que constituye el exogrupo. Este exogrupo, sin importar cuál sea su contenido, será caracterizado a partir de determinado estereotipo (con valoración negativa), y, en contraste con él, se definirá también el estereotipo del endogrupo latinoamericano (por supuesto, con valoración positiva).
Recordemos que la palabra “América Latina” surge en las últimas décadas del siglo XIX como un intento de diferenciar culturalmente a esta zona geográfica en contraste con la zona anglosajona, y que su difusión se debió a la creciente penetración política de Estados Unidos en varios países del Sur, especialmente México y Centroamérica. Así pues, el aparecimiento, en la segunda mitad del siglo XIX, de un Estado americano que, a diferencia de todos los demás del continente, empezaba a constituirse como una potencia geopolítica con ambiciones imperiales, motivó a muchos intelectuales y políticos americanos no-estadounidenses a cuestionar el panamericanismo y construir una identidad distinta. Dado que cualquier identidad se entiende siempre por oposición a otro, Latinoamérica no puede entenderse si no es en oposición a Estados Unidos.
Tenemos, como consecuencia, intentos de diferenciación como el del Ariel de Rodó, en donde se critica el utilitarismo anglosajón y se rescatan las virtudes clásicas de los latinos (ojo con los estereotipos). Aunque con contenidos muy distintos, el fenómeno de identidad es el mismo en todos los pensadores y políticos interesados en destacar la unidad de lo latinoamericano por oposición al otro: Vasconcelos (con su defensa de la herencia española), Martí, Haya de la Torre, etc.[20]
Deberíamos prestar atención a la similitud que este fenómeno tiene con ciertos movimientos intelectuales y políticos europeos. El romanticismo alemán, y el eventual nacionalismo alemán, fue producto del dominio político y cultural que los franceses ejercían en la Europa continental en los siglos XVIII y primeras décadas del XIX. Varios intelectuales alemanes denunciaron el “afrancesamiento” de sus países y trataron de rescatar las peculiaridades “nacionales” en términos de contra-ilustración: “Contrapusieron su propia y profunda vida espiritual, la poesía del alma de la nación, la sencillez y nobleza de su carácter, frente a la vacuidad y la despiadada sofisticación de los franceses”[21].
Como comenta Isaiah Berlin, la reacción alemana, especialmente después de la invasión de Napoleón, se convirtió en el ejemplar original de la reacción de muchas sociedades atrasadas, explotadas o, en cualquier caso, tratadas con condescendencia, y que, resentidas por la aparente inferioridad de su propio estatus, reaccionaron recurriendo a los triunfos y glorias reales o imaginarias de su pasado, o bien a los atributos envidiables de su propio carácter nacional o cultural.[22]
El modelo del romanticismo alemán fue adoptado también por los rusos. Después de vivir su época de intenso “afrancesamiento” y, en general, “occidentalización” impulsada a partir de Pedro el Grande, la reacción romántica y nacionalista se experimentó con fuerza en la Rusia de las últimas décadas del siglo XIX. Los intelectuales llamados “eslavófilos” impulsaron un movimiento de rescate de las virtudes espirituales del “pueblo” ruso en oposición a la decadencia racionalista de “Occidente”. Por ejemplo:
En su Nuevo principio en filosofía, Iván Kireyevski trazó claras distinciones entre la mentalidad occidental y la mentalidad del resto del mundo, siendo Rusia, por supuesto, el paradigma de la mentalidad no occidental […]. Identificaba la mentalidad occidental con lo abstracto, con el razonamiento fragmentado, desgajado de la totalidad del mundo. La mentalidad rusa, orgánica, está en cambio guiada por la fe, y es capaz de aprender la totalidad de las cosas.[23]
No hay que pensar que el nacionalismo tiene necesariamente esta perspectiva romántica; no obstante, vale destacar que no pocas veces en la historia moderna, sociedades que se consideran en desventaja económica, política y científica han intentado valorarse (tanto desde dentro como desde fuera) a partir de la construcción de un estereotipo de culturas artísticas, espirituales e incluso míticas. Aparte de los casos alemán y ruso del siglo XIX, es muestra de esto el orientalismo (por ejemplo, la “India espiritual”) y ciertas versiones de latinoamericanismo (por ejemplo, la “América Latina mágica”).
Pero aún no hemos respondido nuestra pregunta: ¿es el latinoamericanismo un nacionalismo? Notemos que existe una importante diferencia con los casos alemán y ruso que hemos mencionado: en ambos el movimiento intelectual está estrechamente vinculado a un proyecto político estatal. En el caso ruso, el Estado preexistente llevó a cabo un proceso de “rusificación” interna, que fue combinado, en la política exterior, con el paneslavismo, que buscaba legitimar la influencia imperial rusa en la Europa Oriental. Y en el otro caso, si bien el Estado alemán es una construcción tardía, el nacionalismo estaba vinculado con el proyecto prusiano, cuya élite lideró la unificación germana. En cambio, no existe ningún “Estado latinoamericano” comparable. En este sentido, podríamos pensar que el latinoamericanismo, a diferencia del germanismo y el eslavismo, no ha llegado a traducirse en un proyecto político de “Estado-nación”.
Sin embargo, en la medida en que el pensamiento latinoamericanista mantenga un proyecto político, al menos en términos teóricos, no hay razón para no considerarlo nacionalismo. Además, este proyecto político no tiene que ser necesariamente un “Estado”, puede tratarse de un “cuasi-Estado”[24] que implique alguna forma de integración política regional. Un asunto muy diferente es hasta qué punto este tipo de proyectos son compatibles con las circunstancias históricas y van más allá de un mero discurso de intelectuales, hasta qué punto resultan políticamente viables, y hasta qué punto pueden estar en sintonía con sentimientos populares.
Hay que tomar en cuenta que, a diferencia de lo que suele creer todo discurso nacionalista, la “nación” no es necesariamente un “destino”, no en términos objetivos. Ernest Gellner ha sido uno de los teóricos más elocuentes al advertirnos que, si bien el nacionalismo es una realidad política que debe tomarse en serio, no quiere decir que la ideología nacionalista deba asumirse como un diagnóstico correcto de la realidad social:
La visión de las naciones como una forma natural, dada por Dios, de clasificar a los hombres, como un destino político inherente aunque largamente aplazado, es un mito; para bien o para mal, el nacionalismo, ese nacionalismo que en ocasiones toma culturas preexistentes y las convierte en naciones, que en otras las inventa, y que a menudo las elimina, es la realidad, y por lo general una realidad ineludible.[25]
Y también señala Gellner:
El nacionalismo —el principio que predica que la base de la vida política ha de estar en la existencia de unidades culturales homogéneas y que debe existir obligatoriamente unidad cultural entre gobernantes y gobernados— no es algo natural, no está en el corazón de los hombres y tampoco está inscrito en las condiciones previas de la vida social en general; tales aseveraciones son una falsedad que la doctrina nacionalista ha conseguido hacer pasar por evidencia.[26]
Todo discurso nacionalista considera a su propia concepción de nación como “destino”. Sin embargo, en la realidad, todo nacionalismo tiene que competir con otros nacionalismos, que reflejan diferentes proyectos políticos. De allí que el latinoamericanismo necesariamente encuentre obstáculos en las lealtades a los Estados existentes (piénsese, por ejemplo, en la ‑
fortaleza de los nacionalismos mexicano, brasileño o argentino), o en nacionalismos locales (como el sentimiento de pertenencia a una ciudad o provincia). Es ideológico, en el sentido de falsa conciencia, pensar, como suelen hacerlo los latinoamericanistas, que la nación latinoamericana es la “verdadera”. Todo nacionalismo piensa lo mismo de su propia nación y siempre se ve obligado a pasar por encima de las heterogeneidades culturales que inevitablemente existen en la sociedad moderna.
Recordemos que todo fenómeno de identidad, por sus orígenes emocionales, se expresa en términos más bien mitológicos, y, en ese sentido, no nos dice mucho sobre la historia objetiva de una sociedad, aunque sí nos dice bastante sobre lo que queremos respecto de esa sociedad. Anthony Smith nos recuerda que el nacionalismo no puede entenderse como una búsqueda racional de ciertos fines colectivos, pues su fundamento es un vínculo psicológico similar a los lazos de parentesco. Remitiéndose a las ideas de Walker Connor, Smith explica que la convicción de unos lazos de parentesco comunes y el mito de una ascendencia étnica compartida no necesitan verse confirmados —ni lo suelen ser— por una ascendencia biológica real ni por nuestros conocimientos históricos: lo importante en el estudio del nacionalismo no es lo que es, sino lo que se siente que es.[27]
Por esta razón, Smith propone que el nacionalismo no tiene que ver realmente con la historia, sino con lo que él llama “etnohistoria”: a la etnohistoria no le interesa la investigación de cuestiones económicas y sociales en cuanto tales (con pretensión de objetividad), sino que busca construir un pasado que “aparece como una serie de lecciones morales originales y cuadros imaginativos que ilustran vivamente su identidad y singularidad, así como la importancia y la bondad esencial de la comunidad, con independencia de los fallos de sus miembros individuales”[28]. En este sentido, la etnohistoria se remite a una búsqueda de virtudes particulares, cuestiones de heroísmo y sacrificio, y, en el fondo, de sacralidad. De acuerdo con Smith, el nacionalismo es finalmente una “religión política”, en la que una comunidad con territorio busca diferenciarse por una “historia” y un “destino” propios.
5. REFLEXIÓN FINAL: IDENTIDAD Y ÉTICA INDIVIDUAL
No hay que pensar que todos los análisis anteriores pretenden oponerse a la pregunta sobre la identidad latinoamericana y negar toda validez a la cuestión. Esta pregunta es completamente legítima, pero sí es importante desmitificarla, colocarla en su justo lugar. Como hemos insistido desde diferentes puntos de vista, la cuestión del “nosotros” latinoamericano no es una pregunta sobre “¿quiénes somos?”, sino más bien sobre “¿quiénes queremos ser?”. Ahora bien, dado que la segunda pregunta, a diferencia de la primera, no puede recibir respuesta objetiva con pretensión de validez universal, existen ciertas precauciones éticas que el latinoamericanismo debería tomar en cuenta.
Los defensores de un discurso como el del latinoamericanismo, dado su carácter ideológico, pueden sentirse tentados a exigir que todos los implicados “descubran” su “verdadera identidad” y adopten su “destino” histórico. Pero, a partir de todo lo que hemos explicado, queda claro que no es posible hablar de una “verdadera identidad” ni tampoco de “destinos” históricos unívocos.
Desde el punto de vista psicológico, la construcción de identidad es una necesidad inevitable para todo individuo humano; sin embargo, esto no quiere decir que existan contenidos específicos de identidad que un individuo obligatoriamente deba adoptar. De manera similar, desde el punto de vista político, es probable que todo proyecto político se vea en la necesidad de adoptar algún mito nacionalista, pero, dado que los proyectos políticos son múltiples, los nacionalismos también lo son.
Amartya Sen, en su libro Identidad y violencia, nos insiste acerca de la necesidad de recordar que nuestras identidades son ineludiblemente diversas, y que es un error tratar de imponer una identidad singular como si fuera la más relevante. La importancia de determinada identidad para un individuo específico dependerá tanto del contexto social como de la capacidad de decidir acerca de cuáles son las identidades más relevantes en diferentes momentos de su vida[29]. Es verdad que nadie puede escoger cualquier identidad, sacada de la nada, de manera independiente a sus condiciones históricas, pero esto no quiere decir que para un grupo de individuos exista un solo e ineludible “nosotros”.
La identidad provee de sentido a la vida de las personas. Es una cuestión de cómo una persona quiere considerarse a sí misma; no puede, por lo tanto, plantearse como una cuestión moral, si entendemos la moral como aquello que se considera bueno para todos. En consecuencia, es ilícito que, en razón de un proyecto político específico, se pretenda exigir una identidad determinada a todos los individuos de una colectividad. El sentirse latinoamericano no es cuestión de “reconocimiento” de una verdad y destino ineludibles; cada individuo debe considerarse libre de sentirse o no latinoamericano, y de hacerlo por sus propios motivos y convicciones. Cualquier intento de absolutizar la identidad latinoamericana frente a otras identidades rivales es simple y llana invasión de la autonomía personal.
Bibliografía
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Sen, Amartya. Identidad y violencia: la ilusión del destino, Katz, Buenos Aires, 2007
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Tajfel, Henri. Grupos humanos y categorías sociales, Herder, Barcelona, 1984
Tugendhat, Ernst. Problemas, Gedisa, Barcelona, 2001
Weber, Max. Economía y sociedad, FCE, México, 2004, p. 324
Werz, Nikolaus. Pensamiento sociopolítico moderno en América Latina, Nueva Sociedad, Caracas, 1995
[1] [1] Arturo Andrés Roig, Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, FCE, México, 1981, p. 11
[2] [2] Ibíd., p. 24
[3] [3] Ernst Tugendhat, Problemas, Gedisa, Barcelona, 2001, p. 17
[4] [4] Ibíd., p. 17. 18
[5] [5] Ibíd., p. 19
[6] [6] Ibíd., p. 17
[7] [7] Sigmund Freud, “Addres to the Society of B’nai B’rith”, citado en Erik H. Erikson, Identidad, juventud y crisis, Paidós, Buenos Aires, 1971, p. 17
[8] [8] Erikson, op. cit., p. 17
[9] [9] Ibíd., p. 18
[10] [10] Ibíd., p. 19
[11] [11] Henri Tajfel, Grupos humanos y categorías sociales, Herder, Barcelona, 1984, p. 264
[12] [12] Ibíd. p. 292
[13] [13] Ibíd., p. 175
[14] [14] Esto tiene importantes consecuencias metodológicas para las ciencias sociales. Las categorías de identidad no deberían utilizarse como si se trataran de cualquier otra categoría, pues no constituyen criterios objetivos de clasificación. Pensemos, por ejemplo, en el término “Occidente”; si lo utilizamos como un simple concepto de orientación geográfica será neutral; pero si lo utilizamos para clasificar a determinado grupo social al que llamamos “occidentales” y al que atribuimos determinadas características (hacia las cuales sentimos ciertas inclinaciones valorativas) nos arriesgamos a tomar como real a un estereotipo. El problema está en que, cuando se supone que buscamos conocer la realidad con pretensión de objetividad, los estereotipos pueden ser grandes obstáculos, pues a los estereotipos no les interesa mucho la objetividad. Como nos explica Tajfel, cuando una categorización social neutra (por ejemplo: “los suecos son altos”) encuentra ejemplos que lo contradicen (conocemos un sueco que no es alto), podemos cambiar el concepto sin mucho problema; pero en el caso de estereotipos, en el sentido de clasificaciones dotadas de valor (sean positivas o negativas), los ejemplos que lo contradicen amenazan nuestro sistema de valores y, por lo tanto, sentiremos resistencia a cambiar el estereotipo (Ibíd., p. 183ss).
[15] [15] Benedict Anderson, Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, FCE, Buenos Aires, 1993, p. 23
[16] [16] Max Weber, Economía y sociedad, FCE, México, 2004, p. 324
[17] [17] Ibíd., p. 326, 327
[18] [18] Ibíd. p, 327
[19] [19] Nikolaus Werz, Pensamiento sociopolítico moderno en América Latina, Nueva Sociedad, Caracas, 1995
[20] [20] Cfr. Werz, op. cit.
[21] [21] Ian Baruma y Avishai Margalit, Occidentalismo: breve historia del sentimiento antioccidental, Península, Barcelona, 2005, p. 83
[22] [22] Isaiah Berlin, The Crooked Timber of Humanity: Chapters in the History of Ideas, citado en Baruma y Margalit, op. cit., p. 83, 84
[23] [23] Baruma y Margalit, op. cit., p. 95
[24] [24] Es el término que utiliza Manuel Castells para referirse al proyecto político de los actuales nacionalismos, que, a diferencia de los nacionalismos clásicos, no necesariamente apuntan a la defensa o construcción de un Estado propio. Manuel Castells, La era de la información, Vol.2: El poder de la identidad, Alianza, Madrid, 1997, cap. 1
[25] [25] Ernest Gellner, Naciones y nacionalismo, Alianza, Madrid, 1988, p. 70
[26] [26] Ibíd., p. 162
[27] [27] Anthony Smith, Nacionalismo, Alianza, Madrid, 2004, p. 90
[28] [28] Ibíd., p. 166
[29] [29] Amartya Sen, Identidad y violencia: la ilusión del destino, Katz, Buenos Aires, 2007
Qué interesante, en un plano decimos que un punto está identificado por la referencia de dos coordenadas, pero si este punto tiene movimiento, no podempos darle su identidad sin conocer su dirección. De la misma manera el ser humano puede tener su identidad individual de acuerdo a su medio, pero hechamos de menos la objetividad, el sentido hacia donde queremos llegar; por naturaleza el ser humano necesita ser reconocido y apreciado dentro de su medio, pero no somos capaces a veces de ver la forma y sobre todo a donde nos puede llevar.
ResponderEliminarIncluso la misma filisofía debe ser objetiva, esto es ayudar al ser humano a encontrarse consigo mismo y a saber de lo que quiere en verdad hacer de su vida.
Saludos