domingo, 22 de mayo de 2011

Acerca del utopismo y de los intelectuales comprometidos por Francisco Morales 27 de abril de 2011

Los diversos proyectos políticos herederos de la Ilustración del siglo XVIII no son del todo modernos. Mantienen, todos ellos, un arraigo fundamental en la escatología de tipo intramundano propia de la tradición veterotestamentaria. Si bien el cristianismo ofrece una perspectiva de salvación fuera de este mundo (paraíso ultraterrenal), los teólogos cristianos nunca perdieron contacto con el ideal de salvación intramundano heredado del judaísmo: las imágenes de la tierra prometida y del pueblo elegido se mantuvieron siempre relevantes en el entrecruzamiento teórico y práctico de religión y política.

En este sentido, no hay que olvidar que el utopismo del siglo XVI, a la par de la influencia del pensamiento grecorromano antiguo (particularmente del modelo político de La República de Platón, así como de los mitos de la edad de oro), era un movimiento de reformismo cristiano. La planificación de sociedades basadas en una vida de pura virtud cristiana era, finalmente, un proyecto voluntarista de construir, por nuestros propios medios, una sociedad que emulara el Reino de Dios en este mundo. Desde este punto de vista, la influencia del voluntarismo utópico era común a las órdenes religiosas católicas y a las sectas protestantes de los siglos XVI-XVII, sobre todo aquellas que se implantaron en América (del Sur y del Norte) y veían al “Nuevo Mundo” como un lugar alejado de la corrupción de las sociedades europeas y una oportunidad para crear un orden a la vez individual y social acorde con las leyes de Dios.

Las ideologías creadas por intelectuales ilustrados y que toman por asalto a la política europea (y eventualmente mundial) a partir de los siglos XVIII y XIX –sean liberales, socialistas, anarquistas, nacionalistas e incluso conservadoras– son versiones secularizadas y antropocéntricas del proyecto voluntarista de construir el paraíso aquí en la tierra, de edificar, por nuestras propias manos, la tierra prometida y la edad de oro. El mito político moderno fundamental, la revolución, se remite finalmente a este utopismo secularizado; al igual que el utopismo religioso del siglo XVI, la revolución (toda revolución) ya no espera la llegada del salvador mesiánico, sino que construye consciente y reflexivamente el Novus Ordo Seclorum.

Sin embargo, con el avance y radicalización de la modernidad, ha quedado al desnudo la poca factibilidad de las utopías secularizadas (cualquiera sea su versión ideológica), a pesar de su éxito como fundamentos para los programas de los partidos y movimientos políticos (aunque cada vez menos), y como temas generales de comunicación para la política y la moral (en este sentido, no es exacta la idea de “el fin de las ideologías”, aunque tiene algo de verdad). En la modernidad contemporánea está claro que los proyectos políticos ya no pueden unificar a la sociedad en una sola concepción de sentido, y ya no pueden reclamar primacía frente a otro tipo de proyectos. La política, al igual que la moral y la religión, se ven obligadas a convivir y competir como una de tantas perspectivas de sentido y de construcción reflexiva del futuro. La política ya no puede reclamar con éxito el monopolio del sentido, ya no es capaz de erigirse como portavoz de los intereses de la sociedad como tal, por más que continúe viéndose a sí misma de ese modo.

Esto es lo que no llegan a comprender los equivalentes actuales de los teólogos utopistas: los llamados “intelectuales comprometidos”. Aferrados al rol tradicional del profeta (en el sentido veterotestamentario: el moralista oficial escogido por Dios para denunciar la corrupción del pueblo elegido, y especialmente de sus gobernantes, que impide la llegada del Reino), estos intelectuales observan al mundo maniqueamente y asumen que todo aquel que no es “progresista” (como ellos) es “conservador” (o algo peor), lo cual equivale a la postura fundamentalista de “o están conmigo o están contra mí”. Ser un “intelectual comprometido” se ha convertido en uno de los tantos refugios cuasi-religiosos de identidad frente a una sociedad de complejidad e incertidumbre crecientes. Se trata, por supuesto, de un refugio muy sofisticado y, por cierto, sumamente exclusivo, pues es necesario tener acceso a determinado tipo de educación para darse el lujo de encontrar refugio en la identidad de “intelectual comprometido” y poder jactarse de ello ante el común de los pecadores.