Elucidaciones analíticas: ¿Qué es el bien?
Por: Francisco Morales
Antes que nada debemos tener claro que cuando hablamos del bien y del mal no estamos emitiendo juicios de hecho sino juicios de valor, lo cual quiere decir que no nos referimos al “ser” de las cosas, sino al “deber ser”. Aunque sea algo obvio, es de suma importancia recordar que los juicios de valor no nos dicen nada sobre la verdad o falsedad en el mundo objetivo. Es decir, el hecho de que, por ejemplo, considero “buena” o “agradable” la idea de la existencia de un Dios creador, nada me dice sobre la existencia efectiva de tal ser. La confusión entre juicios de hecho y juicios de valor suele estar detrás de la ambigüedad que posee la palabra “creer” (“yo creo en la vida después de la muerte”, en realidad lo único que quiere decir es que me gusta imaginar que existe tal cosa, pero sería ilegítimo derivar un enunciado constatativo de un juicio valorativo: “me gusta la idea de la vida después de la muerte, por lo tanto, hay vida después de la muerte” es obviamente una falacia).
Antes que nada debemos tener claro que cuando hablamos del bien y del mal no estamos emitiendo juicios de hecho sino juicios de valor, lo cual quiere decir que no nos referimos al “ser” de las cosas, sino al “deber ser”. Aunque sea algo obvio, es de suma importancia recordar que los juicios de valor no nos dicen nada sobre la verdad o falsedad en el mundo objetivo. Es decir, el hecho de que, por ejemplo, considero “buena” o “agradable” la idea de la existencia de un Dios creador, nada me dice sobre la existencia efectiva de tal ser. La confusión entre juicios de hecho y juicios de valor suele estar detrás de la ambigüedad que posee la palabra “creer” (“yo creo en la vida después de la muerte”, en realidad lo único que quiere decir es que me gusta imaginar que existe tal cosa, pero sería ilegítimo derivar un enunciado constatativo de un juicio valorativo: “me gusta la idea de la vida después de la muerte, por lo tanto, hay vida después de la muerte” es obviamente una falacia).
Ahora bien, las palabras “bueno/malo” se encuentran entre las más equívocas de nuestro lenguaje. Es un error preguntarse por el significado del “bien” sacando a la palabra de sus usos originales en el discurso; preguntarse por el “bien”, así, sin más, fuera de contexto, es una pregunta mal planteada. Deberíamos clarificar a qué uso nos referimos cuando formulamos nuestra pregunta sobre el bien.
Consideremos los siguientes ejemplos:
1. Buen vendedor
2. Buena música
Claramente, en estos dos casos, el término “bueno” es utilizado en sentidos diferentes. Ambos deben considerarse juicios de valor, pero su connotación varía enormemente. Si analizamos el ejemplo 1, podemos resaltar una primera característica crucial que lo diferencia del ejemplo 2: cuando afirmo que tal persona es buena vendedora, no estoy afirmando simplemente que me gusta cómo vende, sino que el juicio posee pretensión de universalidad. Estoy realizando un juicio objetivo respecto del comportamiento de esa persona, lo cual quiere decir que su desempeño como vendedor tendrá ciertas consecuencias empíricamente verificables, relacionadas con determinado fin que se considera deseable.
En el caso del ejemplo 2, si bien podría también poseer pretensión de universalidad (esta música es buena no solo para mí, sino que debería serlo para todos), puede traducirse sin problemas a frases con connotación subjetiva como: “me agrada esta música”; y en este caso se trata de un juicio subjetivo (de gusto). Esto no ocurre con el ejemplo 1: si traduzco la frase “X es buen vendedor” por “me gusta el vendedor X” pierdo la conexión con las consecuencias empíricamente verificables que mencionamos antes.
Sin duda, en los usos corrientes del lenguaje solemos aplicar juicios de valor subjetivos y juicios de valor objetivos para evaluar situaciones similares, pero, puesto que el lenguaje nos permite distinguir claramente ambos tipos de juicio, si en la práctica discursiva los empleamos indistintamente, estamos utilizando mal el lenguaje.
Comparemos ahora estos dos ejemplos:
1. Buen vendedor
3. Buen hijo
Ambos son juicios de valor objetivos. La aseveración de que alguien es “buen hijo” va más allá de simplemente afirmar que tal persona me cae bien, sino que pretende prescribir las formas de un comportamiento social que se considera deseable. Esta deseabilidad supone, de manera similar al ejemplo 1, pretensión de universalidad, pues de otro modo no lo emitiríamos a modo de “deber”, sino a modo de juicio de gusto. Así pues, como afirma Tugendhat en sus Lecciones de ética, siempre que emitimos juicios morales (y todo el tiempo lo hacemos) pretendemos que son en sí mismos correctos de manera objetiva; si no fuera así, no emitiríamos juicios morales. Nunca un juicio moral es una mera cuestión subjetiva de gusto, de modo que no es honesta ninguna postura que pretenda que la moral es pura relatividad y subjetividad (sea psicológica o sociológica); como afirma Tugendhat, dicha salida “no es posible cuando nosotros mismos nos encontramos dentro de una moral e implicados en exigencias recíprocas, porque entonces ya no podríamos exigir a otros que deban ser así”[1].
No obstante, el fundamento de la objetividad parece distinto en el ejemplo 1 y en el ejemplo 3. El ejemplo 1 remite a ciertas consecuencias empíricamente verificables, mientras en el ejemplo 3 no están tan claras las consecuencias objetivas del cumplimiento del deber del “buen hijo”. Para distinguir ambos casos, vamos a llamar al ejemplo 1, juicio objetivo instrumental, y al ejemplo 3, juicio objetivo moral.
Profundicemos en las diferencias entre ambos. Cuando hablamos de un “buen vendedor”, la palabra “bueno” posee una particularidad formal: el “bien” está en relación con algo. En estos casos, el sentido relativo de la palabra bien, como lo explica Wittgenstein en su Conferencia sobre ética, significa que lo bueno solo tiene sentido en función de un propósito previamente fijado, se es “bueno para…”. Esto es claro en frases como “buen vendedor”, que pueden traducirse a proposiciones condicionales con función informativa: “si soy buen vendedor, haré dinero”, que también puede entenderse de la siguiente manera: “si quiero hacer dinero, debo ser buen vendedor”. Vemos, pues, que, dado que lo “bueno” es siempre un medio para un fin, este fin proviene de un querer, el cual, una vez presupuesto, entra en conexión con un deber instrumental: “si quiero x, debo hacer y”.
Según Wittgenstein, frases como “buen hijo” contienen, en cambio, un “sentido absoluto” del bien, en oposición al “sentido relativo”, que mencionamos antes. ¿Es esto cierto? Ensayemos el ejercicio de traducir los juicios morales a una proposición condicional. Cuando formulamos la frase: “si soy buen hijo…”, ¿nos es lícito pensar en posibles efectos positivos, los cuales probablemente deseamos lograr con este comportamiento llamado “bueno”? Si fuera así, nos diría Kant, no estaríamos tratando con un verdadero comportamiento moral, pues el bien moral no busca alcanzar otro fin distinto al bien en sí mismo. Pero, debemos preguntarnos si en los usos del lenguaje los juicios morales realmente no presuponen algún otro fin, y si tiene algún sentido hablar de un bien moral absoluto, como pretende Kant.
La verdad es que los juicios morales se realizan en contextos de interacción social, y lo que ellos siempre definen es cómo debe comportarse un individuo que forma parte de determinada comunidad. En realidad, como lo explica Tugendhat, en los juicios morales el deber sí está relacionado con un querer, aunque no lo expresemos explícitamente. En contra de las apariencias, un “buen hijo”, o una “buena persona”, un “buen comportamiento”, etc. no son fines en sí mismos, sino que son medios para lograr determinada forma de interacción social que se considera deseable. Y, como veremos, ningún intento de fundamentación de la moral puede ir más allá de estos límites.
Así pues, en oposición al contraste que propone Wittgenstein entre el sentido relativo y el sentido absoluto del bien, en realidad no hay tanta diferencia entre un juicio instrumental como “buen vendedor” y un juicio moral como “buen hijo”. Claro está, en términos materiales, los orígenes del querer son muy distintos.
Comparemos estos dos ejemplos:
a. Es malo fumar
b. Es malo robar
La forma gramatical es idéntica, pero con seguridad intuiremos que el origen del “mal” es de alguna manera distinto en ambos casos. ¿En qué consiste la diferencia? Para aclarar esta intuición algo vaga, podemos hacer un ejercicio de justificación. Imaginemos el siguiente diálogo para el ejemplo a:
—¿Por qué es malo fumar?
—Porque es malo para la salud.
—¿Qué significa que sea malo para la salud?
—Produce enfermedades.
—¿Y qué con eso?
—Que si no quieres tener ciertas enfermedades, no debes fumar.
Este condicional es la parte crucial de la justificación. Por supuesto, podría fundamentarse en expresiones constatativas del tipo: “fumar aumenta las probabilidades de contraer tales y tales enfermedades”, proposiciones cuyo contenido depende de investigaciones empíricas (por supuesto, siempre abiertas a discusión).
Lo realmente importante es cuáles son las condiciones para que el juicio instrumental pueda ser aceptado. Todo condicional posee una pretensión de universalidad, pero el juicio “es malo fumar”, traducido a “no debo fumar”, por simple Modus Ponens, solo se aplica si es que se cumple el antecedente: “no quiero tener ciertas enfermedades”. Hipotéticamente, si alguien decidiera que quiere adquirirlas, ya no existiría para esa persona obligación alguna.
¿Qué ocurre si intentamos justificar la frase b: “es malo robar”? Si hacemos el ejercicio nos encontraremos finalmente con razonamientos circulares. “¿Por qué es malo robar?” probablemente no recibirá una respuesta muy lejana de: “porque robar es malo (y punto)”. Esto podría inclinarnos a favor de la postura kantiana de que los juicios morales son imperativos categóricos y no imperativos hipotéticos, es decir, indican fines en sí mismos y no podemos formularlos como condicionales. Sin embargo, como señalamos antes, dado que los juicios morales están subordinados a determinadas formas de interacción social que se consideran deseables, sí podríamos formular una respuesta redactada como condicional, a saber:
“Si quieres una sociedad en la que se respete la propiedad, no debes robar”.
En apariencia, esta respuesta sigue siendo redundante (no robar es lo mismo que respetar la propiedad), pero solo en apariencia. La frase no dice “si quieres que respeten tu propiedad, no debes robar”, pues este imperativo carecería de sentido: si lo que estuviera en cuestión no fuera más que mi propio interés, no existiría realmente motivo para justificar el deber de no robar (más bien, me conviene robar siempre que no existan consecuencias y siempre que los otros no me hagan lo mismo a mí). En los juicios morales, de lo que se trata no es de cómo quiero que sea mi vida, no de cómo debo servir mis intereses individuales, sino de determinada concepción sobre la sociedad que deseamos, es decir, cómo concebimos que la sociedad en la que vivimos deba ser. Así pues, la fundamentación última de los juicios morales siempre será un valor moral, que consiste en un ideal de interacciones sociales deseables.
En el ejemplo que analizábamos, el deber de no robar se fundamenta en una constatación lógica que afirma que el requisito para que una sociedad en la que se respete la propiedad exista es que nadie robe bajo circunstancia alguna. Estamos en esto bastante cercanos a Kant: el deber se fundamenta en la idea de un imperativo que se deduce formalmente de las condiciones para su aplicación con validez universal. No obstante, nos alejamos de Kant en el sentido de que no consideramos posible que el deber sea a priori, y, por tanto, meramente formal, pues el deber necesita contar con un contenido, y éste proviene del valor moral, el cual, a su vez, proviene de determinado ideal deseado.
Ahora bien, todo deber moral implicará una obligación formal de universalidad, sin embargo, de distintos valores morales se deducirán distintos contenidos de deber moral. Esto significa que no es posible una moral de contenidos universales, solamente juicios morales aplicables universalmente para todos aquellos que compartan los mismos valores morales. Así, de modo similar al supuesto del individuo que no está interesado en evitar las enfermedades producidas por el hábito de fumar, el individuo que no comparte el ideal de una sociedad en la que se respete la propiedad, no aceptará la obligación de no robar.
La pregunta es ahora, ¿en qué se fundamentan los valores morales? La respuesta a esta pregunta no puede hacerse de manera puramente formal, como hemos trabajado hasta aquí, sino que debe partir de las condiciones sociológicas e históricas en la que distintos individuos y distintas comunidades adoptan determinados valores morales. Esto rebasa, sin embargo, el alcance de estas elucidaciones analíticas. En todo caso, para evitar malentendidos, mencionemos rápidamente un par de cuestiones sociológicas relacionadas con el origen de los valores morales.
Es verdad que, como hemos dicho, no existen fundamentos a priori para la moral, dado que el deber moral depende finalmente de valores morales, los cuales pueden variar entre individuos y entre sociedades. No existe, pues, una moral universal a priori. Pero, a partir de esta constatación no debería pretenderse llegar, de ninguna manera, a conclusiones relacionadas con un relativismo moral extremo ni tampoco a un comunitarismo radical. Si imaginamos teóricamente a sociedades simples con homogeneidad de valores, todos los individuos pertenecientes a esa comunidad compartirán todos los valores morales, es decir, tendrán exactamente la misma concepción sobre la sociedad deseable en todos sus aspectos posibles. Pero mientras más compleja sea una sociedad, poseerá ámbitos diferenciados de interacción y, por lo tanto, habrá mayor posibilidad de valores diferenciados que incluso puedan llegar a ser incompatibles entre sí. Asimismo, la complejidad de la sociedad implicará una mayor variedad entre individuos, y mayor probabilidad de desacuerdo en sus concepciones sobre el deber ser de la sociedad.
En el tipo ideal de una sociedad con homogeneidad de valores, la concepción moral de los individuos será idéntica a la concepción moral de su comunidad, y el “buen comportamiento” estará determinado unívocamente por la aceptación o rechazo por parte del grupo. En cambio, en el tipo ideal de una sociedad con diferenciación interna, existirán muchos valores morales relativos a la concepción de la “buena sociedad”, y existirá la posibilidad de que el comportamiento moral del individuo se base exclusivamente en las consecuencias racionales de determinado valor, e independientemente de la aceptación o rechazo por parte del grupo.
Mencionemos, finalmente, que la condición histórica desde la cual nosotros realizamos nuestros juicios morales se acerca más al segundo tipo de sociedad. La condición de las posturas éticas en el mundo moderno se resume perfectamente en la siguiente reflexión de Max Weber: “Todo el que vive en el “mundo” no puede experimentar nada más que la lucha entre un cierto número de conjuntos de valores, cada uno de los cuales, si se le ve por separado, parece obligatorio. Debe escoger cuál de estos dioses desea y deberá servir, y cuándo servirá a uno o al otro”[2].
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